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jueves, 28 de agosto de 2014

"Doctor de la Gracia".,San Agustín de Hipona..

(354-430). Obispo de Hipona.
Es Patrón de los que buscan a Dios, 
de los teólogos, y os dedicados a la imprenta. 
Uno de los cuatro doctores originales de la Iglesia Latina. Conocido como

Aclamado Doctor el 20 de septiembre de 1295 por el Papa Bonifacio XIII. Se celebra su Fiesta el 28 de agosto.


Aparece frecuentemente en la iconografía 
con el corazón ardiendo de amor por Dios.

Nació en Tagaste (África) el año 354; después de una juventud desviada doctrinal y moralmente, se convirtió, estando en Milán, y el año 387 fue bautizado por el obispo San Ambrosio. Vuelto a su patria, llevó una vida dedicada al ascetismo, y fue elegido obispo de Hipona. 

Durante treinta y cuatro años, en que ejerció este ministerio, fue un modelo para su grey, a la que dio una sólida formación por medio de sus sermones y de sus numerosos escritos, con los que contribuyó en gran manera a una mayor profundización de la fe cristiana contra los errores doctrinales de su tiempo. Está entre los Padres mas influyentes del Occidente y sus escritos son de gran actualidad. Murió el año 430.

San Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste. Esa pequeña población del norte de África estaba bastante cerca de Numidia, pero relativamente alejada del mar, de suerte que Agustín no lo conoció sino hasta mucho después. Sus padres eran de cierta posición, pero no ricos. 


El padre de Agustín, Patricio, era un pagano de temperamento violento; pero, gracias al ejemplo y a la prudente conducta de su esposa, Mónica, se bautizó poco antes de morir. Agustín tenía varios hermanos; él mismo habla de Navigio, quien dejó varios hijos al morir y de una hermana que consagró su virginidad al Señor. 



Aunque Agustín ingresó en el catecumenado desde la infancia, no recibió por entonces el bautismo, de acuerdo con la costumbre de la época. En su juventud se dejó arrastrar por los malos ejemplos y, hasta los treinta y dos años, llevó una vida licenciosa, aferrado a la herejía maniquea. De ello habla largamente en sus "Confesiones", que comprenden la descripción de su conversión y la muerte de su madre Mónica



Dicha obra, que hace las delicias de "las gentes ansiosas de conocer las vidas ajenas, pero poco solícitas de enmendar la propia", no fue escrita para satisfacer esa curiosidad malsana, sino para mostrar la misericordia de que Dios había usado con un pecador y para que los contemporáneos del autor no le estimasen en más de lo que valía. 



Mónica había enseñado a orar a su hijo desde niño y le había instruido en la fe, de modo que el mismo Agustín que cayó gravemente enfermo, pidió que le fuese conferido el bautismo y Mónica hizo todos los preparativos para que lo recibiera; pero la salud del joven mejoró y el bautismo fue diferido. El santo condenó más tarde, con mucha razón, la costumbre de diferir el bautismo por miedo de pecar después de haberlo recibido. Pero no es menos lamentable la naturalidad con que, en nuestros días, vemos los pecados cometidos después del bautismo que son una verdadera profanación de ese sacramento.



"Mis padres me pusieron en la escuela para que aprendiese cosas que en la infancia me parecían totalmente inútiles y, si me mostraba yo negligente en los estudios, me azotaban. Tal era el método ordinario de mis padres y, los que antes que nosotros habían andado ese camino nos habían legado esa pesada herencia". Agustín daba gracias a Dios porque, si bien las personas que le obligaban a aprender, sólo pensaban en las "riquezas que pasan" y en la gloria perecedera", la Divina Providencia se valió de su error para hacerle aprender cosas que le serían muy útiles y provechosas en la vida. El santo se reprochaba por haber estudiado frecuentemente sólo por temor al castigo y por no haber escrito, leído y aprendido las lecciones como debía hacerlo, desobedeciendo así a sus padres y maestros. 



Algunas veces pedía a Dios con gran fervor que le librase del castigo en la escuela; sus padres y maestros se reían de su miedo. Agustín comenta: "Nos castigaban porque jugábamos; sin embargo, ellos hacían exactamente lo mismo que nosotros, aunque sus juegos recibían el nombre de ´negocios´ . . . Reflexionando bien, es imposible justificar los castigos que me  imponían por jugar, alegando que el juego me impedía aprender rápidamente las artes que, más tarde, sólo me servirían para jugar juegos peores". 



El santo añade: "Nadie hace bien lo que hace contra su voluntad" y observa que el mismo maestro que le castigaba por una falta sin importancia, "se mostraba en las disputas con los otros profesores menos dueño de si y más envidioso que un niño al que otro vence en el juego".



 Agustín estudiaba con gusto el latín, que había aprendido en conversaciones con las sirvientas de su casa y con otras personas; no el latín "que enseñan los profesores de las clases inferiores, sino el que enseñan los gramáticos". Desde niño detestaba el griego y nunca llegó a gustar a Homero, porque jamás logró entenderlo bien. En cambio, muy pronto tomó gusto por los poetas latinos.


Agustín fue a Cartago a fines del año 370, cuando acababa de cumplir diecisiete años. Pronto se distinguió en la escuela de retórica y se entregó ardientemente al estudio, aunque lo hacía sobre todo por vanidad y ambición. Poco a poco se dejó arrastrar a una vida licenciosa, pero aun entonces conservaba cierta decencia de alma, como lo reconocían sus propios compañeros.


 No tardó en entablar relaciones amorosas con una mujer y, aunque eran relaciones ilegales, supo permanecerle fiel hasta que la mandó a Milán, en 385. Con ella tuvo un hijo, llamado Adeodato, el año 372. El padre de Agustín murió en 371. Agustín prosiguió sus estudios en Cartago. La lectura del "Hortensius" de Cicerón le desvió de la retórica a la filosofía. También leyó las obras de los escritores cristianos, pero la sencillez de su estilo le impidió comprender su humildad y penetrar su espíritu. Por entonces cayó Agustín en el maniqueísmo. 



Aquello fue, por decirlo así, una enfermedad de un alma noble, angustiada por el "problema del mal", que trataba de resolver por un dualismo metafísico y religioso, afirmando que Dios era el principio de todo bien y la materia el principio de todo mal. 



La mala vida lleva siempre consigo cierta oscuridad del entendimiento y cierta torpeza de la voluntad; esos males, unidos al del orgullo, hicieron que Agustín profesara el maniqueísmo hasta los veintiocho años. El santo confiesa: "Buscaba yo por el orgullo lo que sólo podía encontrar por la humildad. Henchido de vanidad, abandoné el nido, creyéndome capaz de volar y sólo conseguí caer por tierra".



San Agustín dirigió durante nueve años su propia escuela de gramática y retórica en Tagaste y Cartago. Entre tanto, Mónica, confiada en las palabras de un santo obispo que, le había anunciado que "el hijo de tantas lágrimas no podía perderse", no cesaba de tratar de convertirle por la oración y la persuasión. Después de una discusión con Fausto, el jefe de los maniqueos, Agustín empezó a desilusionarse de la secta.



 El año 383, partió furtivamente a Roma, a impulsos del temor de que su madre tratase de retenerle en África. En la Ciudad Eterna abrió una escuela, pero, descontento por la perversa costumbre de los estudiantes, que cambiaban frecuente de maestro para no pagar sus servicios, decidió emigrar a Milán, donde obtuvo el puesto de profesor de retórica.


Ahí fue muy bien acogido y el obispo de la ciudad, San Ambrosio, le dio ciertas muestras de respeto. Por su parte, Agustín tenía curiosidad por conocer a fondo al obispo, no tanto porque predicase la verdad, cuanto porque era un hombre famoso por su erudición. 


Así pues, asistía frecuentemente a los sermones de San Ambrosio, para satisfacer su curiosidad y deleitarse con su elocuencia. Los sermones del santo obispo eran más inteligentes que los discursos del hereje Fausto y empezaron a producir impresión en la mente y el corazón de Agustín, quien al mismo tiempo, leía las obras de Platón y Plotino. "Platón me llevó al conocimiento del verdadero Dios y Jesucristo me mostró el camino". 



Santa Mónica, que le había seguido a Milán, quería que Agustín se casara; por otra parte, la madre de Adeodato retornó al África y dejó al niño con su padre. 


Pero nada de aquello consiguió mover a Agustín a casarse o a observar la continencia y la lucha moral, espiritual e intelectual continuó sin cambios.

Agustín comprendía la excelencia de la castidad predicada por la Iglesia católica , pero la dificultad de practicarla le hacía vacilar en abrazar definitivamente el cristianismo. Por otra parte, los sermones de San Ambrosio y la lectura de la Biblia le habían convencido de que la verdad estaba en la Iglesia, pero se resistía todavía a cooperar con la gracia de Dios.


 El santo lo expresa así: "Deseaba y ansiaba la liberación; sin embargo, seguía atado al suelo, no por cadenas exteriores, sino por los hierros de mi propia voluntad. 



El Enemigo se había posesionado de mi voluntad y la había convertido en una cadena que me impedía todo movimiento, porque de la perversión de la voluntad había nacido la lujuria y de la lujuria la costumbre y, la costumbre a la que yo no había resistido, había creado en mí una especie de necesidad cuyos eslabones, unidos unos a otros, me mantenían en cruel esclavitud. 



Y ya no tenía la excusa de dilatar mi entrega a Tí alegando que aún no había descubierto plenamente tu verdad, porque ahora ya la conocía y, sin embargo, seguía encadenado … Nada podía responderte cuando me decías: ´Levántate del sueño y resucita de los muertos y Cristo te iluminará . . . Nada podía responderte, repito, a pesar de que estaba ya convencido de la verdad de la fe, sino palabras vanas y perezosas. Así pues, te decía: 


´Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo´. Pero ese ´pronto´ no llegaba nunca, las dilaciones se prolongaban, y el ´poco tiempo´ se convertía en mucho tiempo".


El relato que San Simpliciano le había hecho de la conversión de Victorino, el profesor romano neoplatónico, le impresionó profundamente. Poco después, Agustín y su amigo Alipio recibieron la visita de Ponticiano, un africano. 



Viendo las epístolas de San Pablo sobre la mesa de Agustín, Ponticiano les habló de la vida de San Antonio y quedó muy sorprendido al enterarse de que no conocían al santo. Después les refirió la historia de dos hombres que se habían convertido por la lectura de la vida de San Antonio. 



Las palabras de Ponticiano conmovieron mucho a Agustín, quien vio con perfecta claridad las deformidades y manchas de su alma. En sus precedentes intentos de conversión Agustín había pedido a Dios la gracia de la continencia, pero con cierto temor de que se la concediese demasiado pronto: "En la aurora de mi juventud, te había yo pedido la castidad, pero sólo a medias, porque soy un miserable. 



Te decía yo, pues: ´Concédeme la gracia de la castidad, pero todavía no´; porque tenía yo miedo de que me escuchases demasiado pronto y me librases de esa enfermedad y lo que yo quería era que mi lujuria se viese satisfecha y no extinguida". 



Avergonzado de haber sido tan débil hasta entonces, Agustín dijo a Alipio en cuanto partió Ponticiano: "¿Qué estamos haciendo? Los ignorantes arrebatan el Reino de los Cielos y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente, revolcándonos en el pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino por el que los ignorantes nos han precedido, cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos de no avanzar por él".


Gracia divina que todo lo puede


Agustín se levantó y salió al jardín. Alipio le siguió, sorprendido de sus palabras y de su conducta. Ambos se sentaron en el rincón más alejado de la casa. 



Agustín era presa de un violento conflicto interior, desgarrado entre el llamado del Espíritu Santo a la castidad y el deleitable recuerdo de sus excesos. 



Y Levantándose del sitio en que se hallaba sentado, fue a tenderse bajo un árbol, clamando: "¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre airado? ¡Olvida mis antiguos pecados!"



 Y se repetía con gran aflicción: "¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no voy a poner fin a mis iniquidades en este momento?" En tanto que se repetía esto y lloraba amargamente, oyó la voz de un niño que cantaba en la casa vecina una canción que decía: "Tolle lege, tolle lege" (Toma y lee, toma y lee)



Agustín empezó a preguntarse si los niños acostumbraban repetir esas palabras en algún juego, pero no pudo recordar ninguno en el que esto sucediese. 



Entonces le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al oír la lectura de un pasaje del Evangelio. Interpretó pues, las palabras del niño como una señal del cielo, dejó de llorar y se dirigió al sitio en que se hallaba Alipio con el libro de las Epístolas de San Pablo.



 Inmediatamente lo abrió y leyó en silencio las primeras palabras que cayeron bajo sus ojos: "No en las riñas y en la embriaguez, no en la lujuria y la impureza, no en la ambición y en la envidia: poneos en manos del Señor Jesucristo y abandonad la carne y la concupiscencia". 



Ese texto hizo desaparecer las últimas dudas de Agustín, que cerró el libro y relató serenamente a Alipio todo lo sucedido. Alipio leyó entonces el siguiente versículo de San Pablo: "Tomad con vosotros a los que son débiles en la fe". Aplicándose el texto a sí mismo, siguió a Agustín en la conversión. Ambos se dirigieron al punto a narrar lo sucedido a Santa Mónica, la cual alabó a Dios "que es capaz de colmar nuestros deseos en una forma que supera todo lo imaginable". La escena que acabamos de referir tuvo lugar en septiembre de 386, cuando Agustín tenía treinta y dos años.



En las manos del Señor



El santo renunció inmediatamente al profesorado y se trasladó a una casa de campo en Casiciaco, cerca de Milán, que le había prestado su amigo Verecundo. Santa Mónica, su hermano Navigio, su hijo Adeodato, San Alipio y algunos otros amigos, le siguieron a ese retiro, donde vivieron en una especie de comunidad. Agustín se consagró a la oración y el estudio y, aun éste era una forma de oración por la devoción que ponía en él. 



Entregado a la penitencia, a la vigilancia diligente de su corazón y sus sentidos, dedicado a orar con gran humildad, el santo se preparó a recibir la gracia del bautismo, que había de convertirle en una nueva criatura, resucitada con Cristo. "Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte. ¡Hermosura siempre antigua y siempre nueva, demasiado tarde empecé a amarte! Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. Yo estaba lejos, corriendo detrás de la hermosura por Tí creada; las cosas que habían recibido de Tí el ser, me mantenían lejos de Tí.



 Pero tú me llamaste. me llamaste a gritos, y acabaste por vencer mi sordera. Tú me iluminaste y tu luz acabó por penetrar en mis tinieblas. Ahora que he gustado de tu suavidad estoy hambriento de Tí. Me has tocado y mi corazón desea ardientemente tus abrazos". Los tres diálogos "Contra los Académicos", "Sobre la vida feliz" y "Sobre el orden", se basan en las conversaciones que Agustín tuvo con sus amigos en esos siete meses.



Nueva Vida en Cristo



La víspera de la Pascua del año 387, San Agustín recibió el bautismo, junto con Alipio y su querido hijo Adeodato, quien tenía entonces quince años y murió poco después. En el otoño de ese año, Agustín resolvió retornar a África y fue a embarcarse en Ostia con su madre y algunos amigos. Santa Mónica murió ahí en noviembre de 387. 



Agustín consagra seis conmovedores capítulos de las "Confesiones" a la vida de su madre. Viajó a Roma unos cuantos meses después y, en septiembre de 388, se embarcó para África. En Tagaste vivió casi tres años con sus amigos, olvidado del mundo y al servicio de Dios con el ayuno, la oración y las buenas obras. Además de meditar sobre la ley de Dios, Agustín instruía a sus prójimos con sus discursos y escritos.



 El santo y sus amigos habían puesto todas sus propiedades en común y cada uno las utilizaba según sus necesidades. Aunque Agustín no pensaba en el sacerdocio, fue ordenado el año 391 por el obispo de Hipona, Valerio, quien le tomó por asistente. Así pues, el santo se trasladó a dicha ciudad y estableció una especie de monasterio en una casa próxima a la iglesia, como lo había hecho en Tagaste. San Alipio, San Evodio, San Posidio y otros, formaban parte de la comunidad y vivían "según la regla de los santos Apóstoles". El obispo, que era griego y tenía además cierto impedimento de la lengua, nombró predicador a Agustín. 



En el oriente era muy común la costumbre de que los obispos tuviesen un predicador, a cuyos sermones asistían; pero en el occidente eso constituía una novedad. Más todavía, Agustín obtuvo permiso de predicar aun en ausencia del obispo, lo cual era inusitado. Desde entonces, el santo no dejó de predicar hasta el fin de su vida. Se conservan casi cuatrocientos sermones de San Agustín, la mayoría de los cuales no fueron escritos directamente por él, sino tomados por sus oyentes.



 En la primera época de su predicación, Agustín se dedicó a combatir el maniqueísmo y los comienzos del donatismo y consiguió extirpar la costumbre de efectuar festejos en las capillas de los mártires. El santo predicaba siempre en latín, a pesar de que los campesinos de ciertos distritos de la diócesis sólo hablaban el púnico y era difícil encontrar sacerdotes que les predicasen en su lengua.



Obispo de Hipona



El año 395, San Agustín fue consagrado obispo coadjutor de Valerio. Poco después murió este último y el santo le sucedió en la sede de Hipona. Procedió inmediatamente a establecer la vida común regular en su propia casa y exigió que todos los sacerdotes, diáconos y subdiáconos que vivían con él renunciasen a sus propiedades y se atuviesen a las reglas. 



Por otra parte, no admitía a las órdenes sino a aquellos que aceptaban esa forma de vida. San Posidio, su biógrafo, cuenta que los vestidos y los muebles eran modestos pero decentes y limpios. Los únicos objetos de plata que había en la casa eran las cucharas; los platos eran de barro o de madera.



 El santo era muy hospitalario, pero la comida que ofrecía era frugal; el uso mesurado del vino no estaba prohibido. Durante las comidas, se leía algún libro para evitar las conversaciones ligeras. Todos los clérigos comían en común y se vestían del fondo común. Como lo dijo el Papa Pascual XI, "San Agustín adoptó con fervor y contribuyó a regularizar la forma de vida común que la primitiva Iglesia había aprobado como instituida por los Apóstoles". 



El santo fundó también una comunidad femenina. A la muerte de su hermana, que fue la primera "abadesa", escribió una carta sobre los primeros principios ascéticos de la vida religiosa. En esa epístola y en dos sermones se halla comprendida la llamada "Regla de San Agustín", que constituye la base de las constituciones de tantos canónigos y canonesas regulares. 



El santo obispo empleaba las rentas de su diócesis, como lo había hecho antes con su patrimonio, en el socorro de los pobres.



 Posidio refiere que, en varias ocasiones, mandó fundir los vasos sagrados para rescatar cautivos, como antes lo había hecho San Ambrosio. San Agustín menciona en varias de sus cartas y sermones la costumbre que había impuesto a sus fieles de vestir una vez al año a los pobres de cada parroquia y, algunas veces, llegaba hasta a contraer deudas para ayudar a los necesitados. 



Su caridad y celo por el bien espiritual de sus prójimos era ilimitado. Así, decía a su pueblo, como un nuevo Moisés o un nuevo San Pablo: "No quiero salvarme sin vosotros". "¿Cuál es mi deseo? ¿Para qué soy obispo? ¿Para qué he venido al mundo? Sólo para vivir en Jesucristo, para vivir en El con vosotros. Esa es mi pasión, mi honor, mi gloria, mi gozo y mi riqueza".



Pocos hombres han poseído un corazón tan afectuoso y fraternal como el de San Agustín. Se mostraba amable con los infieles y frecuentemente los invitaba a comer con él; en cambio, se rehusaba a comer con los cristianos de conducta públicamente escandalosa y les imponía con severidad las penitencias canónicas y las censuras eclesiásticas. Aunque jamás olvidaba la caridad, la mansedumbre y las buenas maneras, se oponía a todas las injusticias sin excepción de personas. 



San Agustín se quejaba de que la costumbre había hecho tan comunes ciertos pecados que, en caso de oponerse abiertamente a ellos, haría más mal que bien y seguía fielmente las tres reglas de San Ambrosio: no meterse a hacer matrimonios, no incitar a nadie a entrar en la carrera militar y no aceptar invitaciones en su propia ciudad para no verse obligado a salir demasiado. 



Generalmente, la correspondencia de los grandes hombres es muy interesante por la luz que arroja sobre su vida y su pensamiento íntimos. Así sucede, particularmente con la correspondencia de San Agustín. 



En la carta quincuagésima cuarta, dirigida a Januario, alaba la comunión diría, con tal de que se la reciba dignamente, con la humildad con que Zaqueo recibió a Cristo en su casa; pero también alaba la costumbre de los que, siguiendo el ejemplo del humilde centurión, sólo comulgan los sábados, los domingos y los días de fiesta, para hacerlo con mayor devoción. 


En la carta a Ecdicia explica las obligaciones de la mujer respecto de su esposo, diciéndole que no se vista de negro, puesto que eso desagrada a su marido y que practique la humildad y la alegría cristianas vistiéndose ricamente por complacer a su esposo. 


También la exhorta a seguir el parecer de su marido en todas las cosas razonables, particularmente en la educación de su hijo, en la que debe dejarle la iniciativa.


 En otras cartas, el santo habla del respeto, el afecto y la consideración que el marido debe a la mujer. La modestia y humildad de San Agustín se muestran en su discusión con San Jerónimo sobre la interpretación de la epístola a los Gálatas. A consecuencia de la pérdida de una carta, San Jerónimo, que no era muy paciente, se dio por ofendido. 

San Agustín le escribió: "Os ruego que no dejéis de corregirme con toda confianza siempre que creáis que lo necesito; porque, aunque la dignidad del episcopado supera a la del sacerdocio, Agustín es inferior en muchos aspectos a Jerónimo". 



El santo obispo lamentaba la actitud de la controversia que sostuvieron San Jerónimo y Rufino, pues temía en esos casos que los adversarios sostuviesen su opinión más por vanidad que por amor de la verdad. Como él mismo escribía, "sostienen su opinión porque es la propia, no porque sea la verdadera; no buscan la verdad, sino el triunfo".



La Verdad ante el error

Durante los treinta y cinco años de su episcopado, San Agustín tuvo que defender la fe católica contra muchas herejías. Una de las principales fue la de los donatistas, quienes sostenían que la Iglesia católica había dejado de ser la Iglesia de Cristo por mantener la comunión con los pecadores y que los herejes no podían conferir válidamente ningún sacramento.


 Los donatistas eran muy numerosos en Africa, donde no retrocedieron ante el asesinato de los católicos y todas las otras formas de la violencia. Sin embargo, gracias a la ciencia y el infatigable celo de San Agustín y a su santidad de vida, los católicos ganaron terreno paulatinamente.



 Ello exasperó tanto a los donatistas, que algunos de ellos afirmaban públicamente que quien asesinara al santo prestaría un servicio insigne a la religión y alcanzaría gran mérito ante Dios. El año 405, San Agustín tuvo que recurrir a la autoridad pública para defender a los católicos contra los excesos de los donatistas y, en el mismo año, el emperador Honorio publicó severos decretos contra ellos. El santo desaprobó al principio esas medidas, aunque más tarde cambió de opinión, excepto en cuanto a la pena de muerte. En 411, se llevó a cabo en Cartago una conferencia entre los católicos y los donatistas que fue el principio de la decadencia del donatismo. Pero, por la misma época, empezó la gran controversia pelagiana.




Pelagio era originario de la Gran Bretaña. San Jerónimo le describía como un hombre alto y gordo, repleto de avena de Escocia". Algunos historiadores afirman que era irlandés. En todo caso, lo cierto es que había rechazado la doctrina del pecado original y afirmaba que la gracia no era necesaria para salvarse; como consecuencia de su opinión sobre el pecado original, sostenía que el bautismo era un mero título de admisión en el cielo.


 Pelagio pasó de Roma a Africa el año 411, junto con su amigo Celestio y aquel mismo año, el sínodo de Cartago condenó por primera vez su doctrina. San Agustín no asistió al concilio, pero desde ese momento empezó a hacer la guerra al pelagianismo en sus cartas y sermones.



 A fines del mismo año, el tribuno San Marcelino le convenció de que escribiese su primer tratado contra los pelagianos. Sin embargo, el santo no nombró en él a los autores de la herejía, con la esperanza de así ganárselos y aun tributó ciertas alabanzas a Pelagio: "Según he oído decir, es un hombre santo, muy ejercitado en la virtud cristiana, un hombre bueno y digno de alabanza".



 Desgraciadamente Pelagio se obstinó en sus errores. San Agustín le acosó implacablemente en toda la serie de disputas, subterfugios y condenaciones que siguieron. Después de Dios, la Iglesia debe a San Agustín el triunfo sobre el pelagianismo. 


A raíz del saqueo de Roma por Alarico, el año 410, los paganos renovaron sus ataques contra el cristianismo, atribuyéndole todas las calamidades del Imperio. Para responder a esos ataques, San Agustín empezó a escribir su gran obra, “La Ciudad de Dios", en el año de 413 y la terminó hasta el año 426. “La Ciudad de Dios" es, después de las "Confesiones", la obra más conocida del santo. No se trata simplemente de una respuesta a los paganos, sino de toda una filosofía de la historia providencial del mundo.


En las “Confesiones" San Agustín había expuesto con la más sincera humildad y contrición los excesos de su conducta. A los setenta y dos años, en las "Retractaciones", expuso con la misma sinceridad los errores que había cometido en sus juicios. En dicha obra revisó todos sus numerosísimos escritos y corrigió leal y severamente los errores que había cometido, sin tratar de buscarles excusas. 



A fin de disponer de más tiempo para terminar ése y otros escritos y para evitar los peligros de la elección de su sucesor, después de su muerte, el santo propuso al clero y al pueblo que eligiesen a Heraclio, el más joven de sus diáconos, quien fue efectivamente elegido por aclamación, el año 426. A pesar de esa precaución, los últimos días de San Agustín fueron muy borrascosos.



 El conde Bonifacio, que había sido general imperial en África, cayo injustamente en desgracia de la regente Placidia, e incitó a Genserico, rey de los vándalos, a invadir África. Agustín escribió una carta maravillosa a Bonifacio para recordarle su deber y el conde trató de reconciliarse con Placidia. 


Pero era demasiado tarde para impedir la invasión de los vándalos. San Posidio, por entonces obispo de Calama, describe los horribles excesos que cometieron y la desolación que causaron a su paso. Las ciudades quedaban en ruinas, las casas de campo eran arrasadas y los habitantes que no lograban huir, morían asesinados. 


Las alabanzas a Dios no se oían ya en las iglesias, muchas de las cuales habían sido destruidas. La misa se celebraba en las casas particulares, cuando llegaba a celebrarse, porque en muchos sitios no había alma viviente a quien dar los sacramentos; por otra parte, los pocos cristianos que sobrevivían no encontraban un solo sacerdote a quien pedírselos. 



Los obispos y clérigos que sobrevivieron habían perdido todos sus bienes y se veían reducidos a pedir limosna. De las numerosas diócesis de África, las únicas que quedaban en pie eran Cartago, Hipona y Cirta, gracias a que dichas ciudades no habían sucumbido aún.


El conde Bonifacio huyó a Hipona. Ahí se refugiaron también San Posidio y varios obispos de los alrededores. Los vándalos sitiaron la ciudad en mayo de 430. El sitio se prolongó durante catorce meses. Tres meses después de establecido, San Agustín cayó presa de la fiebre y desde el primer momento, comprendió que se acercaba la hora de su muerte.

 Desde que había abandonado el mundo, la muerte había sido uno de los temas constantes de su meditación. En su última enfermedad, el santo habló de ella con gozo:
 "¡Dios es inmensamente misericordioso!" 

Con frecuencia recordaba la alegría con que San Ambrosio recibió la muerte y mencionaba las palabras que Cristo había dicho a un obispo que agonizaba, según cuenta San Cipriano:

 "Si tienes miedo de sufrir en la tierra y de ir al cielo, no puedo hacer nada por ti".
El santo escribió entonces:
 "Quien ama a Cristo no puede tener miedo de encontrarse con El.

 Hermanos míos, si decimos que amamos a Cristo y tenemos miedo de encontrarnos con El, deberíamos cubrirnos de vergüenza". Durante su última enfermedad, pidió a sus discípulos que escribiesen los salmos penitenciales en las paredes de su habitación y los cantasen en su presencia y no se cansaba de leerlos con lágrimas de gozo. 

San Agustín conservó todas sus facultades hasta el último momento, en tanto que la vida se iba escapando lentamente de sus miembros.

 Por fin, el 28 de agosto de 430, exhaló apaciblemente el último suspiro, a los setenta y dos años de edad, de los cuales había pasado casi cuarenta consagrado al servicio de Dios. San Posidio comenta: "Los presentes ofrecimos a Dios el santo sacrificio por su alma y le dimos sepultura". Con palabras muy semejantes había comentado Agustín la muerte de su madre. Durante su enfermedad, el santo había curado a un enfermo, sólo con imponerle las manos. Posidio afirma:

"Yo sé de cierto que, tanto como sacerdote que como obispo, Agustín había pedido a Dios que librase a ciertos posesos por quienes se le había encomendado que rogase y los malos espíritus los dejaron libres".

Tarde te amé – San Agustín



Tarde te amé, oh Hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé! 

He aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera de mí mismo. Te buscaba afuera, me precipitaba, deforme como era, sobre las cosas hermosas de tu creación. 

Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; estaba retenido lejos de ti a través de esas cosas que no existirían si no estuvieran en ti. 

Has clamado, y tu grito ha quebrantado mi sordera; has brillado, y tu resplandor ha curado mi ceguera; has exhalado tu perfume, lo he aspirado, y ahora te anhelo a ti. 

Te he gustado, y ahora tengo hambre y sed de ti; me has tocado, y ardo en deseo de la paz 
que tú das.

Cuando todo mi ser esté unido a ti, ya no habrá para mí dolor ni fatiga. Entonces mi vida, llena de ti, será la verdadera vida. Al que llenas tú, lo aligeras; ahora, puesto que todavía no estoy lleno de ti, soy un peso para mí mismo… 

¡Señor, ten piedad de mí! 
Mis malas tristezas, luchan contra mis buenos gozos; ¿saldré victorioso de esta lucha? 

¡Ten piedad de mí, Señor! ¡Soy tan pobre! 
Aquí tienes mis heridas, no te las escondo. 

Tú eres el médico, yo soy el enfermo. 
Tú eres la misma misericordia, yo soy miseria.

-SAN AGUSTÍN-

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lunes, 25 de agosto de 2014

¡Cuánto cuesta vivir la Humildad!,










Afirma la sabiduría cristiana
 «la soberbia muere veinticuatro horas después 
de haber muerto la persona». 



Por lo tanto, cuando en contra de lo que te dice quien ha recibido gracia especial de Dios, para orientar tu alma piensas que tú tienes razón, convéncete de que no tienes razón ninguna». 




«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres! Porque ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que entrarían. ¡Ay de vosotros, guías ciegos!, que decís: El jurar por el Templo no es nada; pero si uno jura por el oro del Templo, queda obligado. ¡Necios y ciegos! ¿ Qué es más: el oro o el Templo que santifica el oro? Y el jurar por el altar no es nada; pero si uno jura por la ofrenda que está sobre él queda obligado. 


¡Ciegos! ¿Qué es más: la ofrenda o el altar que santifica la ofrenda? Por tanto, quien ha jurado por el altar; jura por él y por lo que hay sobre él. Y quien ha jurado por el Templo, jura por él y por Aquel que en él habita. Y quien ha jurado por el Cielo, jura por el trono de Dios y por Aquel que en él está sentado.»
(Mateo 23, 13-22)



 Jesús, te quejas duramente de los escribas y fariseos porque son «guías ciegos», que en vez de ayudar a las almas a que se salven, «ni entran, ni dejan entrar a los demás» en el Reino de los Cielos. 

¡Qué importante es tener un buen guía en la vida interior! Pero ese buen guía debe ser, antes que nada, una persona que luche de verdad por ser santo, por entrar en el Reino de los Cielos.


Jesús, el guía más ciego -lo sé por propia experiencia- soy yo mismo. Mi capacidad de autoexcusarme es inmensa y, por definición, siempre veo lo que me pasa de modo subjetivo. 

Me falta la objetividad que necesito para decidir acertadamente lo que más me conviene. «Dicen que los hombres se convierten en simples máquinas y pierden la dignidad de la naturaleza humana cuando se guían por la palabra de otro. Y me gustaría saber lo que llegarían a ser siguiendo su propia voluntad.

Por cada persona que ha sido perjudicada por seguir la dirección de otro, cientos de personas se han arruinado guiándose por su propia voluntad» 

 Por eso, Jesús, mi empeño por seguirte, por encontrarte y por amarte, sería ineficaz sin la ayuda constante de la dirección espiritual. 

Y para obtener fruto de este medio de formación, necesito vivir especialmente dos virtudes humanas: la sinceridad y la docilidad. Sinceridad para decir todo lo que me pasa, y docilidad para poner por obra lo que me aconsejen. 

¡Cuánto cuesta vivir la humildad!, porque -afirma la sabiduría cristiana- «la soberbia muere veinticuatro horas después de haber muerto la persona». 

Por lo tanto, cuando -en contra de lo que te dice quien ha recibido gracia especial de Dios, para orientar tu alma-piensas que tú tienes razón, convéncete de que no tienes razón ninguna». 

La sinceridad y la docilidad son dos aspectos de una virtud más importante -de hecho, es la virtud humana más importante-: la humildad. Pero ¡cuánto cuesta vivir la humildad! Siempre creo que tengo la razón, que lo hago todo bien. Y cuando hago algo mal, ¡cómo me cuesta contarlo en la dirección espiritual! 

Jesús, ayúdame a ser más humilde, que no significa tener poco carácter o madurez, sino al contrario: la persona humilde no se esconde cobardemente, ni se engaña a sí misma, sino que sabe reconocer sus virtudes y defectos, y pone los medios para mejorar. Precisamente una de las mejores maneras de ganar en humildad es ser sincero y dócil en la dirección espiritual: abrir el alma de par en par; dejarme ayudar, y luego, poner esfuerzo en aquellos puntos que me han aconsejado.

Jesús, tachas a los escribas y fariseos de hipócritas. ¡Cómo te duele la hipocresía, y -por el contrario- como te alegra la humildad! 

Por eso has escogido a la Virgen Maña para ser tu madre:
 «porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» 
(Lucas 1,48). 
Ayúdame a ser sincero y dócil en la dirección espiritual, y así seré cada vez más humilde.


Es muy difícil que alguien pueda guiarse a sí mismo en la vida interior. Si no hemos encontrado aún a quien nos enseñe y aconseje, en nombre de Dios, en la construcción del propio edificio espiritual, pidámoslo al Señor: 

quien busca, encuentra; el que pide recibe; al que llama, se le abrirá.(Mateo 7, 7) Él no dejará de darnos este gran bien. Si ya la encontramos, hemos recibido una gracia muy grande. 


En la dirección espiritual vemos a esa persona, puesta por el Señor, que conoce bien el camino, a quien abrimos el alma y hace de maestro, de médico, de amigo, de buen pastor en las cosas que a Dios se refieren.

 Nos señala los posibles obstáculos, nos sugiere metas más altas en la vida interior y puntos concretos para que luchemos con eficacia; nos anima siempre, ayuda a descubrir nuevos horizontes y despierta en el alma hambre y sed de Dios, que la tibieza siempre en acecho, querría apagar. 

La dirección espiritual ha de moverse en un clima sobrenatural: buscamos la voz de Dios. 


En la oración debemos discernir quien es el buen pastor, pues existen muchos guías ciegos que más que ayudar nos llevarían a tropezar y a caer. 

El sentido sobrenatural con el que acudimos a la dirección espiritual evitará también el andar buscando un consejo que favorezca el propio egoísmo, que acalle precisamente con su presunta autoridad el clamor de la propia alma; e incluso que se vaya cambiando de consejero hasta encontrar al más benévolo. 

Esta tentación puede ocurrir especialmente en materias más delicadas que exigen sacrificio, en las que quizás no se está dispuesto a cambiar, en u intento de adecuar la Voluntad de Dios a la propia voluntad. 

La dirección espiritual nos ayuda a tener una lucha ascética alegre, y requiere de nosotros tres virtudes: Constancia, también cuando haya más dificultades por exceso de trabajo, o por dificultades internas como pereza, soberbia, o desánimo porque las cosas van mal. 

Basta recordar que un cuadro se realiza pincelada a pincelada, y que poco a poco el Espíritu Santo construye el edificio de la santidad.

También necesitamos de sinceridad sin disimulos, exageraciones o medias verdades, y docilidad. El soberbio es incapaz de ser dócil, porque para aprender y dejarse ayudar es necesario que estemos convencidos de nuestra poquedad. 

Acudamos a Santa María para ser constantes en la dirección de nuestra alma, y ser sinceros, abriendo el corazón del todo, y dóciles, como el barro en manos del alfarero.
(Jeremías 18, 1-7)


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martes, 19 de agosto de 2014

«No se puede servir a Dios y a las Riquezas»

 Y todo el que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos, o campos, por causa de mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna. 

Porque muchos primeros serán últimos 
y muchos últimos serán primeros.»


«Jesús dijo entonces a sus discípulos: 
En verdad os digo:
 difícilmente entrará un rico en el Reino de los Cielos. 
Es mas, os digo que es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios. Cuando oyeron esto sus discípulos, quedaron muy asombrados y decían: Entonces, ¿quién podrá salvarse?

Jesús, fijando su mirada en ellos, les dijo: Para el hombre esto es imposible, para Dios, sin embargo, todo es posible. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo: Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué recompensa tendremos?

Jesús respondió: En verdad os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en su trono de gloria, vosotros, los que me habéis seguido, también os sentaréis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.

 Y todo el que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos, o campos, por causa de mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna. 
Porque muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros.» (Mateo 19, 23-30) 

Jesús, ante la respuesta negativa del joven rico cuando Tú le llamas a dejarlo todo y seguirte, adviertes a tus discípulos: «difícilmente entrará un rico en el Reino de los Cielos.» Quieres aprovechar el ejemplo para enseñarles que «no se puede servir a Dios y a las riquezas» (Mateo 6,24).

 Son dos fines que se excluyen: o Tú eres mi último fin o, en el fondo, mi último fin soy yo mismo: tener, dominar, pasármelo bien, sobresalir. El tema no es tanto el tener más o menos riquezas, sino el «servir a Dios o a las riquezas», ser pobre o rico de espíritu. 

Por eso, en las Bienaventuranzas, dices: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mateo 5,3). Se puede «servir a las riquezas» con muy poco dinero, y al revés: con mucho dinero se puede «servir a Dios». 

Por eso, he de tener cuidado de cómo pongo el corazón en las cosas materiales: un coche de tal marca, un artículo de lujo, un capricho, una comodidad.
¿Uso lo que tengo con moderación y con cuidado para que dure? ¿Me creo necesidades superfluas? 

Jesús, me pides que tenga el corazón desprendido de lo material, que sepa prescindir de lo que otros «necesitan» por lujo, capricho, comodidad o vanidad. Sólo así seré pobre de espíritu, que significa libre de espíritu: libre para amar a Dios y a los demás. 

Te falta «vibración». -Esa es la causa de que arrastres a tan pocos. -Parece como si no estuvieras muy persuadido de lo que ganas al dejar por Cristo esas cosas de la tierra. Compara: ¡el ciento por uno y la vida eterna! -¿Te parece pequeño el «negocio»?» 

Jesús, tu promesa es clara: «el ciento por uno y la vida eterna». ¿Qué más puedo pedir? En ningún negocio voy a obtener mayor rentabilidad. Pero ocurre que, a veces, no estoy muy persuadido de esto. 

Para empezar, no te acabo de dar ese uno que me pides: estudiar más en serio; dedicar tiempo a mi familia, o al apostolado, o a algún servicio de caridad; o, tal vez, entregar esos lazos de la sangre o de tipo profesional: «padre o madre, o hijos, o campos». 

Especialmente me pides ese uno a la hora de dedicarte el tiempo que te mereces, acudiendo frecuentemente a los sacramentos y a la oración. Su amor es grande. Si deseas prestarle,

 Él está dispuesto. Si quieres sembrar Él vende semilla; si construir; Él te está diciendo: edifica en mis solares. 

¿Por qué corres tras los hombres, que nada pueden? Corre en pos de Dios, que por cosas pequeñas te da otras que son grandes»

Jesús, me falta generosidad para darte el uno, y por eso no experimento el ciento que Tú me has prometido. Además, me falta fe para captar la importancia de tu promesa: «la vida eterna».

 ¡Si tan sólo me diera cuenta de que todo es nada en comparación con la vida eterna! Aumenta, Jesús, mi fe y mi generosidad para darte el uno que me pides, aunque ese uno sea el todo.

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miércoles, 13 de agosto de 2014

Orar siempre sin desfallecer...

...Nuestra oración debe ser perseverante y confiada,
   «Jesús les propuso una parábola para inculcarles que es preciso orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1). 

Sabemos que la oración se puede hacer alabando al Señor,
 o dando gracias, o reconociendo la propia debilidad humana
 —el pecado
implorando la misericordia de Dios,
 Pero la mayoría de las veces será de petición de alguna gracia o favor.


Y, aunque no se consiga de momento lo que se pide, sólo el poder dirigirse a Dios, el hecho de poder contarle a ese Alguien la pena o la preocupación, ya será la consecución de algo, y seguramente
 —aunque no de inmediato, sino en el tiempo—, 
Obtendrá respuesta, porque
 «Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando


 a Él día y noche?» 


En aquel tiempo, Jesús les propuso una parábola para inculcarles que es preciso orar siempre sin desfallecer. «Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: ‘¡Hazme justicia contra mi adversario!’. Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: ‘Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme’». 

Dijo, pues, el Señor: 

«Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, 


¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a Él día y noche,
 y les hace esperar? 
Os digo que les hará justicia pronto.

Pero, cuando el Hijo del hombre venga, 
¿encontrará la fe sobre la tierra?».
 (Lc 18,1-8):

Es preciso orar siempre sin desfallecer

Hoy, en los últimos días del año litúrgico, Jesús nos exhorta a orar, a dirigirnos a Dios. Podemos pensar cómo los padres y madres de familia esperan que —¡todos los días!— sus hijos les digan algo, que les muestren su afecto amoroso.

Dios, que es Padre de todos, también lo espera. Jesús nos lo dice muchas veces en el Evangelio, y sabemos que hablar con Dios es hacer oración. La oración es la voz de la fe, de nuestra creencia en Él, también de nuestra confianza, y ojalá fuera también siempre manifestación de nuestro amor.

A fin de que nuestra oración sea perseverante y confiada, dice san Lucas, que «Jesús les propuso una parábola para inculcarles que es preciso orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1). 

Sabemos que la oración se puede hacer alabando al Señor o dando gracias, o reconociendo la propia debilidad humana —el pecado—, implorando la misericordia de Dios, pero la mayoría de las veces será de petición de alguna gracia o favor.

 Y, aunque no se consiga de momento lo que se pide, sólo el poder dirigirse a Dios, el hecho de poder contarle a ese Alguien la pena o la preocupación, ya será la consecución de algo, y seguramente —aunque no de inmediato, sino en el tiempo—, 
Obtendrá respuesta, porque
 «Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando
 a Él día y noche?» 
(Lc 18,7).

A propósito de esta parábola evangélica, Se dice que «aquel juez que no temía a Dios, cede ante la insistencia de la viuda para no tener más la pesadez de escucharla. Dios hará justicia al alma, viuda de Él por el pecado, frente al cuerpo, su primer enemigo, y frente a los demonios, sus adversarios invisibles.


El Divino Comerciante sabrá intercambiar bien nuestras buenas mercancías, poner a disposición sus grandes bienes con amorosa solicitud y estar pronto a acoger nuestras súplicas».

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lunes, 11 de agosto de 2014

Dolor, Justificación - Misericordia-" Amor"


PRIMERA PALABRA DE JESÚS EN LA CRUZ: 

PADRE, PERDÓNALOS, PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN

Podemos decir que todo el plan de nuestra salvación radica en la misericordia de Dios. 

El secreto de tal maravilla, en la cual desean mirar los ángeles, se basa en la soberana misericordia de Dios. "De tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito....
" (Juan 3:16).
 "La gracia de Dios que trae salvación.... se manifestó" (Tito 2:11).

No debe existir ser humano que no haya experimentado el dolor de la incomprensión en su vida, de alguna u otra forma.

 Nuestras intenciones son rápidamente juzgadas y nuestra virtud llamada hipocresía. Nuestras ideas son muy audaces y nuestra precaución es llamada timidez.

Los hijos acusan a sus padres de interferir en sus vidas cuando la amorosa corrección los advierte del peligro. Somos fanáticos extremistas si Jesús es parte de nuestra vida diaria, pero cuando alguna tragedia nos golpea, 

Los amigos de Job nos enfrentan con nuestra falta de piedad y con la venganza de Dios que nos debe haber alcanzado por algún resentimiento escondido que debe estar oculto en nuestros corazones.

Cuando somos compasivos con los pecadores se nos llama imprudentes y cuando por un instante la ira nos envuelve se nos acusa de no ser caritativos. La lista de incongruencias puede ser multiplicada por cien y mientras mas tratamos de arreglarlas, más enredados quedamos, pero siempre podemos mirar a Jesús y saber que Él entiende.

Como Él, podemos hacer la voluntad del Padre con la luz que tenemos y estar en paz. Sus sufrimientos forman parte de nuestra redención, los nuestros forman parte de nuestra santificación.

“En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca. Él estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal.” 
(Mc 4 37-38)


Usualmente, miramos a Jesús 
con una actitud estereotipada. 

Aceptamos fríamente con dureza de 
corazón sus sufrimientos y su dolor. 

De alguna manera pensamos, al menos inconscientemente, que Él tenía que hacer lo que hizo y nos quitamos el peso de encima encogiendo los hombros, sin la más mínima idea de lo asombroso que es el hecho de un Dios sufriente.

No podemos comprender un amor que quiere experimentar nuestra miseria. El único amor que entendemos es ese que da calor a nuestros corazones y toca nuestras emociones. Preferimos sentir compasión o simpatía a sentir el dolor concreto de aquél a quien amamos.

Podemos ver a alguien que sufre de cáncer, pero nunca desearíamos sentir realmente cada uno de sus agudos y crudos dolores. Solemos decir que preferiríamos sufrir antes que ver sufrir a los que amamos, pero esto es generalmente una simple expresión de simpatía.

Nuestra meditación acerca de Sus sufrimientos es superficial y distante. Simples expresiones de piedad si tenemos algo de devoción o la mera aceptación del hecho histórico de que Él vino, sufrió y murió. Nos cuesta trabajo recordar esta realidad durante la Cuaresma y rápidamente la olvidamos en Pascua.

Con qué alegría ponemos a un lado sus sufrimientos y sacamos los vestidos pascuales como si nos estuviéramos sacando algo desagradable de encima y empezáramos algo nuevo. Sí, la alegría de la Resurrección debe habitar siempre en nuestros corazones y darnos aquella esperanza que no conoce tristeza.

Pero ¿acaso nos olvidamos de cuál es el signo pascual que asegura aquella esperanza con una fuente inagotable de alegría? “Mira mis manos y mis pies” fue lo que le dijo Jesús a Tomás.

Su cuerpo resucitado y glorioso aún portaba las heridas. Pero estas heridas nos ofrecen un gran consuelo, la mayor alegría y confirman nuestra esperanza. Estas heridas nos abren el secreto de Su amor y nos otorgan una firme confianza en Su misericordia.

Nunca más podremos dudar de su amor por nosotros, ni reclamarle por permitir que suframos injusticias en nuestras vidas, cuando Él nunca sufrió este doloroso aguijón.

Antes de la Redención podríamos haberle preguntado ¿Oh Dios, cómo sabes Tú lo que significa sufrir? 

¿Estuviste alguna vez hambriento o sediento? ¿Has tenido acaso noches llenas de miedos o días de largas horas que soportar dolorosamente? ¿Alguna vez te has sentido solo o rechazado?

¿Alguna vez te han tratado injustamente o has llorado acaso? ¿Acaso alguna vez el poderoso viento ha atravesado tus huesos y te ha hecho temblar de frío? ¿Has necesitado alguna vez de un amigo, y al verlo llegar, observar como te da la espalda?

Su respuesta a todas estas preguntas hubiera sido “No”. 

Pero ahora ya no podemos fantasear mas porque su amor ha respondido a preguntas nunca antes pronunciadas.

Ha querido sentir lo que nuestra naturaleza siente, soportar la debilidad y las limitaciones de nuestra condición pecadora, cargar con nuestro yugo y temblar con el viento frío.
“Las aves tienen nido y los zorros una guarida –le dijo a sus discípulos– pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9, 58).

El comprender que el amor de Jesús compartió y sigue compartiendo nuestras penas y dolores, nos llena de una alegría “que ningún hombre puede quitarnos”. Nuestra alegría pascual constante está misteriosamente tejida y entretejida por la Cruz.

El cristiano experimenta y vive una paradoja. Siente alegría en el dolor, plenitud en el exilio, luz en la oscuridad, paz en la turbación, consuelo en la sequedad, contento en el sufrimiento y esperanza en la desolación.

El cristiano comprometido tiene la habilidad de asumir el momento presente, mirarlo con la cabeza en alto, encarnar el espíritu de Jesús en las mismas circunstancias y actuar conforme a Él. 

Es difícil pero Él nos dijo que lo sería, porque la felicidad que nos ha prometido está más allá de esta vida. Se nos ha dado la oportunidad de ajustar nuestras vidas a vivir para siempre con la Santidad misma. 

Veamos como se asemejan nuestras vidas con la de Jesús, quizás sea más fácil cambiar nuestras vidas según la suya.

En el Evangelio de San Mateo vemos que Jesús había curado a dos endemoniados. Estos dos hombres habían sido poseídos por unos demonios que le imploraban a Jesús que los deje entrar en una piara de cerdos antes de enviarlos al infierno, su hogar eterno, y Jesús se lo permitió.

Los dueños del ganado estaban tan asombrados que corrieron a la ciudad a quejarse por la pérdida de sus cerdos, y entonces vemos una extraña reacción en la gente, una reacción desconcertante que le causa a Jesús mucho dolor.

La Escritura nos dice que estos dos hombres que fueron sanados, eran fieros y violentos y significaban una constante fuente de temor para el pueblo. La reacción del pueblo ante tal curación debió haber sido de gratitud y de amor.

Sin embargo leemos luego que “el pueblo entero se reunió para encontrarse con Jesús y tan pronto lo vieron le pidieron que abandonara su región” (Mt 8, 34) Prefirieron unos chanchos que a Jesús, prefirieron mantener las cosas como estaban a cambiarlas si ello les había de costar algo.

Temían ver al Poder Divino en acción. Eso hubiera significado renunciar a sus propias maneras y prefirieron que Dios los dejara solos.

Hay muchas ocasiones en la vida de un cristiano en las que sus actos de amor y sacrificio no son valorados, como cuando uno trata de hacerle ver a un anciano que está en camino y cuando aquellos que amamos nos hacen sentir no queridos.

Cuando surgen estas ocasiones el alma debería recordar el profundo dolor que debió haber sentido el Corazón de Jesús al escuchar que lo echaban, se sintió tal como nosotros –dolido y golpeado– pero quiere que unamos nuestro dolor al suyo y se lo ofrezcamos al Padre por la salvación de las almas.

Los prisioneros también pueden ser relacionados con este incidente en la vida de Jesús de un modo muy especial.
Estos dos hombres habían sido liberados de muchos demonios y estaban listos para reincorporarse a la sociedad una vez más, habían pagado lo suficiente por su indulgencia: habían sufrido humillaciones a su dignidad, faltas de respeto y una total desesperación, sin embargo la alegría que esperaban ver en la multitud no aparecía.

Nadie se impresionó por su conversión, solo se quejaban por lo que había costado; los dos hombres liberados por Jesús habían sido liberados de la violencia, de demonios llenos de odio, y ¿no sucedía más bien que aquellos pobladores se encontraban bajo la influencia de los silenciosos demonios de la avaricia, la ambición, la auto-justificación y la autosuficiencia? No podemos imaginar el estado de cada una de aquellas almas que le pidió a Jesús que dejara su ciudad. 

Es irónico ver como aquellos que estaban tan visiblemente poseídos fueron liberados por el poder de Jesús y aceptaron su amor, mientras que aquellos respetables ciudadanos le rogaron al Dios de la Misericordia que los dejara solos.

¿Será que todos estamos en una especie de prisión? ¿Será posible que aquellos que están en la cárcel hoy en día, públicamente castigados por su violencia y sus crímenes, tengan la oportunidad de cambiar y de volver a Jesús, de aceptar su amor y terminar siendo más libres de corazón y alma que aquellos que están fuera de los muros de la prisión?

El arrepentimiento puede hacer que los rechazados sean agradables a Dios, mientras que el orgullo hace de los que son aceptados por el mundo y sus patrones, rechazados por Dios.

Cuando construimos muros de prejuicios, odio, orgullo, y autocompasión a nuestro alrededor, nos encontramos ciertamente más encarcelados que cualquier prisionero detrás de unas paredes de cemento y unas barras de acero.

Hay muchos prisioneros así, de por vida, que nunca han experimentado la libertad de los hijos de Dios, solo el confort y la falsa protección de la oscuridad. El dolor del cambio los asusta tanto que prefieren la autosuficiencia y la autocomplacencia a la Palabra de Dios o al Poder Sanador de su Cruz.

Uno de los sufrimientos más frustrantes que Jesús debió haber padecido fue el de la incomprensión, incomprensión de aquellos que lo amaban y falta de aceptación por parte de las autoridades. Un salvador sufriente no era aceptable para ninguno de ellos. Un líder espiritual que gastara tiempo cambiando almas en vez de gobiernos no tenía lugar en sus regímenes.

Él sabía lo que verdaderamente necesitaban para entrar en el Reino de su Padre, pero ellos estaban interesados en el Reino de este mundo –ellos lo llamaban una realidad viva– y él lo llamaba muerte. Ellos creían que esta vida era la única, y Él les decía que era solo un exilio mientras esperaban algo mayor.

Él hablaba de los pobres como benditos, y les decía que era mejor ganar la virtud a ganar el mundo entero, pero para ellos la gloria mundana era demasiado como para dejarla por alguna realidad invisible.

Sus apóstoles eran lentos para entender las más sencillas parábolas y generalmente le pedían que se las explicase después que la multitud se había marchado. Él trataba tanto de traer el Misterio del Amor del Padre al lenguaje de los niños, pero incluso éste estaba fuera del alcance de sus discípulos, hombres destinados a predicar la Buena Nueva a todo el mundo.

Muchas veces los miraría asombrado para preguntarles “¿Aún no entienden?” (Mc 7, 18) Incluso sus  milagros fueron incomprendidos, su autoridad cuestionada y sus parientes lo vieron como un hombre insano. 

Su discernimiento era cuestionado porque le permitía a una pecadora tocarlo y su reputación puesta bajo sospecha porque comía con pecadores. Cuando curaba en sábado, era un quebrantador de la ley y cuando proclamaba al Amor como el mandamiento más importante, era considerado un heterodoxo.

No debe existir ser humano que no haya experimentado el dolor de la incomprensión en su vida, de alguna u otra forma. Nuestras intenciones son rápidamente juzgadas y nuestra virtud llamada hipocresía. Nuestras ideas son muy audaces y nuestra precaución es llamada timidez.

Los hijos acusan a sus padres de interferir en sus vidas cuando la amorosa corrección los advierte del peligro. Somos fanáticos extremistas si Jesús es parte de nuestra vida diaria, pero cuando alguna tragedia nos golpea, los amigos de Job nos enfrentan con nuestra falta de piedad y con la venganza de Dios que nos debe haber alcanzado por algún resentimiento escondido que debe estar oculto en nuestros corazones.

Cuando somos compasivos con los pecadores se nos llama imprudentes y cuando por un instante la ira nos envuelve se nos acusa de no ser caritativos. La lista de incongruencias puede ser multiplicada por cien y mientras mas tratamos de arreglarlas, más enredados quedamos, pero siempre podemos mirar a Jesús y saber que Él entiende.

Como Él, podemos hacer la voluntad del Padre con la luz que tenemos y estar en paz. Sus sufrimientos forman parte de nuestra redención, los nuestros forman parte de nuestra santificación.

“En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca. Él estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal.” 
(Mc 4 37-38)

¡El Dios todopoderoso de cuyas manos planetas y galaxias cayeron se hizo hombre y estaba cansado! Había alcanzado un nivel de fatiga física tal que ni la lluvia, ni el viento, ni los gritos de una tripulación que gritaba sujetándose asustada podían superar.

Estaba desecho, cada músculo, cada hueso, cada nervio habían alcanzado el máximo de sus capacidades y solo dormir le devolvería aquellas energías tan necesarias para que el cuerpo humano funcione bien.

Todos nos hemos sentido cansados, cansados por el trabajo y muchas veces cansados del trabajo. Todos hemos alcanzado un punto en el que hemos tenido que parar y descansar, y es en ese momento en el que podemos relacionarnos con Jesús de una forma muy consciente.

Él y nosotros sabemos lo que significa estar exhaustos, podemos unir nuestras fatigas con las suyas y ofrecérselas al Padre como un holocausto de amor y obediencia. Nuestro trabajo, nuestra misión, y nuestro estado de vida, realizados de acuerdo a Su Voluntad, hacen de nuestro cansancio cotidiano un canal de gracia y fuerza.
Se convierten en algo más que la consecuencia natural del esfuerzo, se convierte en sacrificio de alabanza, en acto penitencial, en holocausto personal de amor.

“Pasada como una hora, otro aseguraba: «Cierto que éste también estaba con él, pues además es galileo». Le dijo Pedro: « ¡Hombre, no sé de qué hablas!» Y en aquél momento, estando aún hablando cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro…” (Lc 22, 59-61) Tenemos la tendencia a prestarle atención a la negación de Pedro en este pasaje de la Escritura, pero ¿nos hemos puesto a pensar en Jesús? Jesús había escuchado como Pedro llamaba “amigo” a un perfecto desconocido y luego negaba a aquél que era el único verdadero amigo que poseía: Jesús.

El Corazón de Jesús estaba indudablemente golpeado. Aquellos que lo arrestaron lo odiaban y aunque su Corazón debió haber estado profundamente dolido, imaginen el amargo impacto de dolor que sufrió cuando escuchaba con sus propios oídos el rechazo de un amigo.

Pedro era el hombre a quien Jesús había amado mucho, dado mucho y de quien se había valido para llevar su mensaje de amor al mundo. Y He aquí que lo oye negar a Aquél a quien habría de representar en la tierra.

¿Puede alguno imaginar la profunda decepción y el hondo dolor que se daba en el alma de Jesús? Quizás podemos, quizás todos los seres humanos, en alguna o en otra ocasión.
Los padres son heridos por los hijos quienes insolentemente rechazan su cariño, consejo, amor y protección. 

También los hijos, cuyos corazones claman por amor, ven muchas veces a sus padres ir tras cosas que perecen sin tener un poco de preocupación por aquellas almas que Dios les ha confiado para que cuiden como padres. La amistad también puede sufrir un golpe mortal cuando una de las partes consiente sospechas, desconfianzas, celos o incomprensión. Sí, todos podemos de alguna forma acercarnos al dolor del Corazón de Jesús mientras escuchaba a su amigo y compañero negarlo conociéndolo.

Unamos nuestro dolor al suyo y entreguémoslo al Padre para la salvación de las almas, cuando experimentemos el rechazo de algún ser amado.

“Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: «Demonio tiene». Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: «Ahí tienes un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores.»” (Mt 11, 18-19) No importa lo que Jesús hiciera.
Las autoridades nunca estaban satisfechas. 

Envió a su profeta Juan, un hombre de gran austeridad, frugal, ascético y exigente. Su espíritu penitente azuzó sus conciencias y por eso lo condenaron. Jesús vino con un espíritu que era bueno, gentil, compasivo y lo empezaron a etiquetar con nombres de tal modo que apareciera pequeño y sin importancia.

Juan apeló a las noventa y nueve y las llamó a la conversión, Jesús fue en busca de la oveja perdida. Ambos, de cualquier modo, eran inaceptables.

Algunos hombres desean el conocimiento para poder especular, pero no palabras llenas de espíritu que atraviesen el corazón y lo impulsen a cambiar.

No importaba lo que hiciera Jesús, alguna falta podía encontrársele. Cuando su ira se desató con los vendedores en el templo, cuestionaron su autoridad para resolver tales asuntos con sus propias manos, cuando su compasión se hizo misericordia con la adultera, cuestionaron su valentía.


De todos modos, él ya le había advertido a sus apóstoles que la opinión de los hombres no le importaba (Jn 5, 41) Esto vale también para nosotros porque hay momentos en los que nuestros mejores actos y nuestras mejores intenciones son puestos en cuestión. 

Hay ocasiones en las que nos inclinamos para agradar pero no obtenemos nada a cambio. Cuando esto sucede debemos mirar a Jesús y hacer lo que Él hizo:

Él cumplió la voluntad del Padre en cada momento sin importarle la reacción pública, Él camino su senda en paz. Él había venido a salvar a los hombres, no a dirigir la opinión pública, para Él era importante hacer lo que el Padre hizo y decir lo que había escuchado del Padre. Era la imagen perfecta del Padre y esta imagen le llevó tener a algunos en su contra y a ganarse otros a su causa.

La elección era suya, su voluntad era libre. Les ofreció amor porque Él mismo era Amor, pero su paz no dependía de su aceptación. Su amor era lo suficientemente profundo como para continuar amándolos y poderoso para permanecer en paz cuando se preferían a sí mismos y no a Él.
 Su amor cubría a todos, eran ellos los que se apartaban del radio de su amor.

Vemos esto en el joven rico. Las Escrituras nos dicen que éste corrió hacia Jesús y “se arrodillo delante de Él”. Quería heredar la vida eterna y le preguntó a Jesús como hacerlo. 

Jesús le respondió que guardara todos los mandamientos, pero el joven encontró aquello sumamente fácil, ya se había hecho el hábito de guardar la ley, quería algo más, su alma sabía de alguna forma que había algo mejor.

Entonces Jesús “fijando en él su mirada, le amó” y el pasaje continúa pero luego llega la decepción. El gran reto había sido lanzado: “Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo, luego ven y sígueme.” (Mc 10, 17-22) Inmediatamente la grandeza del reto sacudió al joven como un trueno, no esperaba una respuesta así para su pregunta, no estaba listo para el sacrificio.

Jesús sabía lo que el joven rico debía dejar pero también conocía la gloria y el premio que perdería por toda la eternidad al dejar pasar la oportunidad de seguirlo. El joven pensó que tenía mucho que dejar, no pensó que dejaba más de lo que poseía al no seguir a Jesús. 

Sucede lo mismo con nosotros.
Sabemos lo que causan las personas en sus almas inmortales cuando insisten en buscar cosas pasajeras, cuando las vidas disolutas están a la orden del día, cuando aparentemente no pueden romper con una vida de pecado. 

Su excusa es que no pueden vencer sus debilidades, y así, no entienden realmente lo que están dejando.

 ¡La paradoja está en que no pueden dejar la miseria, pero son capaces de renunciar a la alegría eterna!


Con cuanta certidumbre podemos decir que Él entiende nuestras penas y los dolores de nuestro corazón. 
Su dolor fue como el mío, 

¡Gracias Jesús por amarnos tanto!

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Fuente: 

EL CAMINO HACIA DIOS

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