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miércoles, 29 de febrero de 2012

LA PAZ INTERIOR... les recomiendo este Libro






«Que la paz de Cristo reine en vuestros corazones»
La experiencia os demostrará que la paz,
que infundirá en vosotros la caridad,
el amor a Dios y al prójimo,
es el camino seguro hacia la vida eterna.

.

Nuestra época es una época de agitación y de in­quietud. Esta tendencia, evidente en la vida cotidiana de nuestros contemporáneos, se manifiesta también con gran frecuencia en el ámbito mismo de la vida cristiana y espiritual: nuestra búsqueda de Dios, de la santidad y del servicio al prójimo suele ser tam­bién agitada y angustiada en lugar de confiada y se­rena, como lo sería si tuviéramos la actitud de los ni­ños que nos pide el Evangelio.

Por lo tanto, es fundamental que lleguemos a com­prender un día que el itinerario hacia Dios y hacia la perfección que se nos pide es mucho más eficaz, más corto y también mucho más fácil cuando el hombre aprende poco a poco a conservar en cualquier cir­cunstancia una profunda paz en su corazón.

Esto es lo que pretendemos hacer comprender a través de las consideraciones de la primera parte. Enseguida pasaremos revista a todo un conjunto de situaciones en las que frecuentemente nos encontra­mos, intentando explicar el modo de afrontarlas a laluz del Evangelio, a fin de conservar la paz interior.

En la tradición de la Iglesia, esta enseñanza ha sido abordada frecuentemente por los autores espiri­tuales. La tercera parte consta de una serie de textos seleccionados de autores de diferentes épocas que recuperan e ilustran los distintos temas a los que aludimos.

 LA PAZ INTERIOR, CAMINO DE SANTIDAD

  SlN MÍ NO PODÉIS HACER NADA

Para comprender la importancia fundamental que tiene, en el desarrollo de la vida cristiana, el afán por adquirir y conservar lo más posible la paz del corazón, en primer lugar hemos de estar plenamente convenci­dos de que todo el bien que podamos hacer viene de Dios y sólo de Él. «Sin mí no podéis hacer nada»,ha dicho Jesús (Jn 15, 5). No ha dicho: no podéis ha­cer gran cosa, sino «no podéis hacer nada». Es esen­cial que estemos bien persuadidos de esta verdad, y para que se imponga en nosotros no sólo en el plano de la inteligencia, sino como una experiencia de to­do el ser, habremos de pasar por frecuentes fracasos, pruebas y humillaciones permitidas por Dios. Él po­dría ahorrarnos todas esas pruebas, pero son necesa­rias para convencernos de nuestra radical impotencia para hacer el bien por nosotros mismos. 

Según el testimonio de todos los santos, nos es indispensableadquirir esta convicción. En efecto, es el preludio imprescindible para las grandes cosas que el Señor hará en nosotros por el poder de su gracia. Por eso, Santa Teresa de Lisieux decía que la cosa más gran­de que el Señor había hecho en su alma era «haberle mostrado su pequenez y su ineptitud».

Si tomamos en serio las palabras del Evangelio de San Juan citadas más arriba, comprenderemos que el problema fundamental de nuestra vida espiritual llega a ser el siguiente: ¿cómo dejar actuar a Jesús en mí? ¿Cómo permitir que la gracia de Dios opere libre­mente en mi vida?

A eso debemos orientarnos, no a imponernos principalmente una serie de obligaciones, por buenas que nos parezcan, ayudados por nuestra inteligencia, según nuestros proyectos, con nuestras aptitudes, etc. Debemos sobre todo intentar descubrir las acti­tudes profundas de nuestro corazón, las condiciones espirituales que permiten a Dios actuar en nosotros. Solamente así podremos dar fruto, «un fruto que per­manece»(Jn 15, 16).

La pregunta: «¿Qué debemos hacer para que la gra­cia de Dios actúe libremente en nuestra vida?», no tie­ne una respuesta unívoca, una receta general. Para res­ponder a ella de un modo completo, sería necesario todo un tratado de vida cristiana que hablara de la ple­garia (especialmente de la oración, tan fundamental en este sentido...), de los sacramentos, de la purificación del corazón, de la docilidad al Espíritu Santo, etc., y de todos los medios por los que la gracia de Dios puedepenetrar más profundamente en nuestros corazones.

En esta corta obra no pretendemos abordar todos esos temas. Solamente queremos referirnos a un as­pecto de la respuesta a la pregunta anterior. Hemos elegido hablar de él porque es de una importancia absolutamente fundamental. Además, en la vida concreta de la mayor parte de los cristianos, incluso muy generosos en su fe, es demasiado poco conocido y tomado en consideración.
La verdad esencial que desearíamos presentar y desarrollar es la siguiente: para permitir que la gra­cia de Dios actúe en nosotros y (con la cooperación de nuestra voluntad, de nuestra inteligencia y de nuestras aptitudes, por supuesto) produzca todas esas obras buenas que Dios preparó para que por ellas caminemos (Ef 2, 10), es de la mayor impor­tancia que nos esforcemos por adquirir y conservar la paz interior, la paz de nuestro corazón.

Para hacer comprender esto podemos emplear una imagen (no demasiado «forzada», como todas las com­paraciones) que podrá esclarecerlo. Consideremos la superficie de un lago sobre la que brilla el sol. Si la su­perficie de ese lago es serena y tranquila, el sol se re­flejará casi perfectamente en sus aguas, y tanto más perfectamente cuanto más tranquilas sean. Si, por el contrario, la superficie del lago está agitada, removi­da, la imagen del sol no podrá reflejarse en ella.

Algo así sucede en lo que se refiere a nuestra alma respecto a Dios: cuanto más serena y tranquila está, más se refleja Dios en ella, más se imprime su imagen en nosotros, mayor es la actuación de su gra­cia. Si, al contrario, nuestra alma está agitada y tur­bada, la gracia de Dios actuará con mayor dificultad. Todo el bien que podemos hacer es un reflejo del Bien esencial que es Dios. Cuanto más serena, ecuá­nime y abandonada esté nuestra alma, más se nos comunicará ese Bien y, a través de nosotros, a los de­más. El Señor .dará fortaleza a su pueblo, el Señor bendecirá a su pueblo con la paz (Ps 29, 11).

 Dios es el Dios de la paz. No habla ni opera más que en medio de la paz, no en la confusión ni en la agitación. Recordemos la experiencia del profeta Elias en el Horeb: Dios no estaba en el huracán, ni en el temblor de la tierra, ni en el fuego, ¡sino en el li­gero y blando susurro (cf. 1 Re, 19)!
Con frecuencia nos inquietamos y nos alteramos pretendiendo resolver todas las cosas por nosotros mismos, mientras que sería mucho más eficaz per­manecer tranquilos bajo la mirada de Dios y dejar que Él actué en nosotros con su sabiduría y su poder infinitamente superiores. Porque así dice el Señor, el Santo de Israel: En la conversión y la quietud está vuestra salvación, y la quietud y la confianza serán vuestra fuerza, pero no habéis querido (Is 30, 15).

Bien entendido, nuestro discurso no es una invita­ción a la pereza o la inactividad. Es la invitación a actuar, a actuar mucho en ciertas ocasiones, pero bajo el impulso del Espíritu de Dios, que es un espí­ritu afable y sereno, y no en medio de ese espíritu de inquietud, de agitación y de excesiva precipitación que, con demasiada frecuencia, nos mueve. Ese celo, incluso por Dios, a menudo está mal clarificado. San Vicente de Paúl, la persona menos sospechosa de pe­reza que haya existido, decía: «El bien que Dios hace lo hace por El mismo, casi sin que nos demos cuen­ta. Hemos de ser más pasivos que activos».

  PAZ INTERIOR Y FECUNDIDAD APOSTÓLICA

Hay quien podría pensar que esta búsqueda de la paz interior es egoísta: ¿cómo proponerla como uno de los objetivos principales de nuestros esfuerzos, cuando hay en el mundo tanto sufrimiento y tanta miseria?

En primer lugar, debemos responder a esto que la paz interior de la que se trata es la del Evangelio; no tiene nada que ver con una especie de impasibilidad, de anulación de la sensibilidad o de una fría indife­rencia encerrada en sí misma de las que podrían dar­nos una imagen las estatuas de Buda o ciertas actitudes del yoga. Al contrario, como veremos a continuación, es el corolario natural de un amor, de una auténtica sensibilidad ante los sufrimientos del prójimo y de una verdadera compasión, pues solamente esta paz del corazón nos libera de nosotros mismos, aumenta nuestra sensibilidad hacia los otros y nos hace dispo­nibles para el prójimo.
Hemos de añadir que únicamente el hombre que goza de esta paz interior puede ayudar eficazmente asu hermano. ¿Cómo comunicar la paz a los otros si carezco de ella? ¿Cómo habrá paz en las familias, en la sociedad y entre las personas si, en primer lugar, no hay paz en los corazones?

«Adquiere la paz interior, y una multitud encon­trará la salvación a tu lado», decía San Serafín de Sarov. Para adquirir esta paz interior, él se esforzó por vivir muchos años luchando por la conversión del corazón y por una oración incesante. Tras dieci­séis años de fraile, dieciséis como eremita y luego otros dieciséis recluido en una celda, sólo comenzó a tener una influencia visible después de vivir cuarenta y ocho años entregado al Señor. Pero a partir de en­tonces, ¡qué frutos! Miles de peregrinos se acerca­ban a él y marchaban reconfortados, liberados de sus dudas e inquietudes, descifrada su vocación, y cura­dos en sus cuerpos y en sus almas.
Las palabras de San Serafín atestiguan su expe­riencia personal, idéntica a la de otros muchos santos. El hecho de conseguir y conservar la paz interior, imposible sin la oración, debiera ser considerado como una prioridad para cualquiera, sobre todo para quien desee hacer algún bien a su prójimo. De otro modo, generalmente no hará más que transmitir sus propias angustias e inquietudes.

   PAZ Y COMBATE ESPIRITUAL

No obstante, hemos de afirmar otra verdad no me­nos importante que la enunciada anteriormente: que la vida cristiana es un combate, una lucha sin cuartel. En la carta a los Efesios, San Pablo nos invita a re­vestirnos de la armadura de Dios para luchar no con­tra la carne o la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de ese mundo te­nebroso, contra los espíritus malignos que están por las regiones aéreas (Ef 6, 10-17), y detalla todas las piezas de la armadura que hemos de procurarnos.

Todo cristiano debe estar firmemente convencido de que, en ningún caso, su vida espiritual puede serel desarrollo tranquilo de una vida insignificante, sin historia, sino que debe ser el terreno de una lucha constante, y a veces dolorosa, que sólo dará fin con la muerte: lucha contra el mal, las tentaciones y el pecado que lleva en su interior. Este combate es ine­vitable, pero hay que considerarlo como una realidad extraordinariamente positiva. Porque «sin guerra no hay paz» (Santa Catalina de Siena), sin combate no hay victoria. Y ese combate es realmente el terreno de nuestra purificación, de nuestro crecimiento espi­ritual, donde aprendemos a conocernos en nuestra debilidad y a conocer a Dios en su infinita miseri­cordia; en definitiva, ese combate es el ámbito de nuestra transfiguración y de nuestra glorificación.

Sin embargo, el combate espiritual del cristiano, aunque en ocasiones sea duro, no es en modo alguno la lucha desesperada del que se debate en medio de la soledad y la ceguera sin ninguna certeza en cuanto al resultado de ese enfrentamiento. Es el combate del que lucha con la absoluta certeza de que ya ha conseguido la victoria, pues el Señor ha resucitado: «No llores, ha vencido el león de la tribu de Judá» (Ap 5, 5). No combate con su fuerza, sino con la del Señor que le dice: «Te basta mi gracia, pues mi fuer­za se hace perfecta en la flaqueza» (2 Co 12, 9), y su arma principal no es la firmeza natural del carácter o la capacidad humana, sino la fe, esa adhesión total a Cristo que le permite, incluso en los peores mo­mentos, abandonarse con una confianza ciega en Aquel que no puede abandonarlo. «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13). El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?»
 (Sal 27).

El cristiano, llamado como está a «resistir hasta la sangre luchando contra el pecado» (Heb 12, 4), com­bate a veces con violencia, pero combate con un co­razón sereno, y ese combate es tanto más eficaz cuanto más sereno está su corazón. Porque, como ya hemos dicho, es justamente esa paz interior la que le permite luchar no con sus propias fuerzas, que que­darían rápidamente agotadas, sino con las de Dios.

«Señales inequívocas de la verdadera Cruz de Cristo: la serenidad, un hondo sentimiento de paz, un amor dispuesto a cualquier sacrificio, una eficacia grande que dimana del mismo Costado de Jesús, y siempre -de modo evidente- la alegría: una alegría que procede de saber que, quien se entrega de veras, está junto a la Cruz y, por consiguiente, junto a Nuestro Señor»




«Habiéndose reunido una gran muchedumbre, comenzó a decir: Esta generación es una generación perversa; busca una señal y no se le dará otra sino la señal de Jonás. Porque así como Jonás fue señal para los habitantes de Nínive, del mismo modo lo será también el Hijo del Hombre para esta generación. 


La reina del Mediodía se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y los condenará; porque ella vino de los extremos de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, pero mirad que aquí hay algo más que Salomón. Los hombres de Nínive se levantarán en el juicio contra esta generación y la condenarán, porque ellos hicieron penitencia ante la predicación de Jonás; pero mirad que aquí hay algo más que Jonás.» 
(Lucas 11, 29-32)


 Jesús, Jonás llama al arrepentimiento en Nínive, y los habitantes de esa ciudad creen en él y hacen penitencia. Pero Tú eres «más que Jonás». Tú eres el Hijo de Dios, eres Dios. Y en este tiempo de Cuaresma me pides más penitencia, para purificar mis pecados y los pecados de todos los hombres. ¿Qué he hecho en esta primera semana? ¿Me he concretado alguna mortificación especial para ofrecértela cada día? ¿Me he propuesto rezar un poco más? ¿He procurado servir más a los que me rodean? ¿Cómo aprovecho mi trabajo para tenerte presente y presentarte a los demás? 

Hay gente que gasta su vida buscando la sabiduría y la verdad con gran esfuerzo. «Pero mirad que aquí hay algo más que Salomón». Tú eres la misma Sabiduría, porque eres Dios. A pesar de todo, cómo me cuesta obedecer tus mandamientos, cómo me cuesta seguir los consejos de los ministros de tu Iglesia. Prefiero seguir mis ideas pequeñitas porque las entiendo más fácilmente, o porque me exigen menos esfuerzo.

Ayúdame Jesús a no pedirte tanta señal y, en cambio, que me decida a obedecerte más. Que me deje exigir en la dirección espiritual; que ponga empeño en cumplir esos propósitos que hago en la oración o esos consejos que me dice el director espiritual. 


 «Señales inequívocas de la verdadera Cruz de Cristo: la serenidad, un hondo sentimiento de paz, un amor dispuesto a cualquier sacrificio, una eficacia grande que dimana del mismo Costado de Jesús, y siempre -de modo evidente- la alegría: una alegría que procede de saber que, quien se entrega de veras, está junto a la Cruz y, por consiguiente, junto a Nuestro Señor» (Forja 772). 

«Así como Jonás fue señal para los habitantes de Nínive, del mismo modo lo será también el Hijo del Hombre para esta generación». Jesús, Tú eres señal para el mundo; Tú me has dado una señal clara: la señal de la Cruz, que es la señal del cristiano. «Para llegar a Dios, Cristo es el Camino; pero Cristo está en la Cruz» (Vía Crucis.- X estación). 

Jesús, en este tiempo de Cuaresma quiero verte en la Cruz y preguntarte muchas veces: ¿Por qué estás ahí? ¿Cómo puede ser que me quieras tanto y yo, en cambio, me olvide de Ti? Jesús, viéndote clavado en la Cruz, que es señal de lo que me quieres, me pregunto: ¿es mi amor un amor dispuesto a cualquier sacrificio? A veces no. A veces veo que me pides más esfuerzo en el trabajo, más sacrificio y generosidad a la hora de encontrar tiempo para ir a Misa o para hacer cada día la oración, más mortificación en los sentidos. 

Ayúdame desde la Cruz a ser generoso, a no dejarme llevar por la comodidad o por la pereza. Jesús, cuando me cueste obedecerte, he de volver mi mirada a la Cruz. Allí encontraré la fuerza que necesito para seguir adelante. «Díjome una vez (el Señor), que no era obedecer si no estaba determinada a padecer; que pusiese los ojos en lo que Él había padecido y todo se me haría fácil» (Santa Teresa).

Jesús, los frutos de seguir tu señal, de vivir pegado a tu Cruz, son inequívocos: «la serenidad, un hondo sentimiento de paz, un amor dispuesto a cualquier sacrificio, una eficacia grande, una alegría profunda, porque procede de saber que, quien se entrega de veras, está junto a la Cruz y por consiguiente, junto a Ti.» (Forja.-772).



Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas (Salmo 24, 6), leemos en la Antífona de la Misa. La Cuaresma es un tiempo oportuno para cuidar muy bien el modo de recibir el sacramento de la Penitencia, ese encuentro con Cristo, que se hace presente en el sacerdote: encuentro siempre único y distinto. Allí nos acoge, nos cura, nos limpia, nos fortalece. 

Cuando nos acercamos a este sacramento debemos pensar ante todo en Cristo. Él debe ser el centro del acto sacramental. Y la gloria y el amor a Dios han de contar más que nuestros pecados. Se trata de mirar mucho más a Jesús que a nosotros mismos; más a su bondad que a nuestra miseria, pues la vida interior es un diálogo de amor en el que Dios es siempre el punto de referencia. Somos como el hijo pródigo que vuelve a la casa paterna. Debemos sentir deseos de encontrarnos con el Señor lo antes posible para descargar en Él el dolor por nuestros pecados. 


 Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina. Así acudimos a la Confesión: a pedir absolución de nuestras culpas como una limosna que estamos lejos de merecer. Pero vamos con confianza, fiados no en nuestros méritos, sino en Su misericordia, que es eterna e infinita, siempre dispuesto al perdón.

La confesión debe ser concisa, concreta, clara y completa. Confesión concisa, de no muchas palabras: las precisas, sin adornos. Confesión concreta, sin divagaciones: pecados y circunstancias. Confesión clara, para que nos entiendan, poniendo de manifiesto nuestra miseria con modestia y delicadeza. Confesión completa, íntegra, sin dejar de decir nada por falsa vergüenza. 


 La Confesión nos hace participar en la Pasión de Cristo y, por sus merecimientos, en su Resurrección. Cada vez que la recibimos con las debidas disposiciones se opera en nuestra alma un renacimiento a la vida de la gracia, fuerzas para combatir las inclinaciones confesadas, para evitar las ocasiones de pecar, y para no reincidir en las faltas cometidas.

La Confesión sincera deja en el alma una gran paz y una gran alegría. "Ahora comprendes cuánto has hecho sufrir a Jesús, y te llenas de dolor: ¡Qué sencillo pedirle perdón, y llorar tus traiciones pasadas! ¡No te caben en el pecho las ansias de reparar!"

martes, 28 de febrero de 2012

Los ángeles custodios tienen la misión de ayudar a cada hombre a alcanzar su fin sobrenatural,...Son nuestros intercesores, nuestros custodios, y nos prestan su ayuda cuando los invocamos.



Jesús, a veces no es fácil perdonar, olvidar el daño que otro me ha hecho. No me refiero a simples fallos, errores o malos entendidos. Me refiero a los que positivamente han ido a hacerme daño o a dejarme mal; a los que han ido a fastidiar a sabiendas, o que -pudiendo- no han hecho nada por evitarme un disgusto. « ¡De acuerdo!, lo admito: esa persona se ha portado mal.» Pero Tú me has enseñado con tu vida y con tu muerte a perdonar. Muchas veces el odio procede de la ignorancia: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lucas 23, 34).



«Y al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que se figuran que por su locuacidad van a ser escuchados. No seáis, pues, como ellos; porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. 

Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Pues si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre Celestial Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados.» (Mateo 6, 7-15) 


 Jesús, hoy me enseñas el Padrenuestro, la oración más repetida por los cristianos de todos los tiempos. Tú quieres que aprendamos de Ti a hacer oración, a dirigirnos a Dios, y a tratarle como el que es: mi Padre. 



Un Padre Todopoderoso y de sabiduría infinita. Por eso me dices: «bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis». Dios mío, Tú me conoces perfectamente, sabes lo que necesito en cada momento, pero quieres que te lo pida en la oración.

«Padre nuestro que estás en tos Cielos,» sé que también estas en mi alma en gracia y en el sagrario. Estás cerca de mí: estás dentro de mí. ¿Trato de tenerte presente a lo largo del día, ofreciéndote todo lo que hago?

«Santificado sea tu nombre.» ¿Qué puedo hacer yo para que tu nombre sea más conocido y más amado? ¿Qué ejemplo doy entre mis amigos, yo que llevo el nombre de tu Hijo, el nombre de cristiano?

«Venga tu reino:» -el reino de la paz entre los pueblos y entre las personas; -el reino del amor y del servicio; -el reino de la justicia, de la misericordia y de la solidaridad. ¿Cómo empiezo yo creando ese reino a mí alrededor?

«Hágase tu voluntad, así en lo tierra como en el cielo.» ¿Qué quieres que haga? ¿Estoy buscando hacer mi voluntad o la tuya? ¿Son mis objetivos acordes con lo que Tú esperas de mí?

 De acuerdo!, lo admito: esa persona se ha portado mal; su conducta es reprobable e indigna; no demuestra categoría ninguna. -¡Merece humanamente todo el desprecio!, has añadido. -Insisto, te comprendo, pero no comparto tu última afirmación; esa vida mezquina es sagrada: ¡Cristo ha muerto para redimirla! Si Él no la despreció, ¿cómo puedes atreverte tú? (Surco.- 760).

«El pan nuestro de cada día dánosle hoy.» «Orad como si todo dependiese de Dios y trabajad como si todo dependiese de vosotros». Una vez hecho nuestro trabajo, el alimento viene a ser un don del Padre; es bueno pedírselo y darle gracias por él Este es el sentido de la bendición de la mesa en una familia cristiana» «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores».

Jesús, a veces no es fácil perdonar, olvidar el daño que otro me ha hecho. No me refiero a simples fallos, errores o malos entendidos. Me refiero a los que positivamente han ido a hacerme daño o a dejarme mal; a los que han ido a fastidiar a sabiendas, o que -pudiendo- no han hecho nada por evitarme un disgusto. « ¡De acuerdo!, lo admito: esa persona se ha portado mal.» Pero Tú me has enseñado con tu vida y con tu muerte a perdonar. Muchas veces el odio procede de la ignorancia: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lucas 23, 34).

Esa otra persona puede haber tenido una educación muy distinta a la mía; y sobretodo, Tú has muerto por ella. Si Él no la despreció, ¿cómo puedes atreverte tú? «Pues si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre Celestial» Jesús, ayúdame a imitarte a la hora de saber perdonar a los demás. Sólo entonces podré pedirte perdón por tantos pecados y faltas de amor a Ti que he cometido y cometo. Y no me dejes caer en la tentación cualquiera que sea. Yo, por mi parte, intentaré no ponerme nunca en ocasión de pecar. 



San Mateo termina la narración de las tentaciones de nuestro Señor con este versículo: Entonces lo dejó el diablo, y los ángeles vinieron y le servían (Mateo 4, 11). Es doctrina común que todos los hombres, bautizados o no, tienen su Ángel Custodio. Su misión comienza en el momento de la concepción de cada hombre y se prolonga hasta el momento de su muerte.

San Juan Crisóstomo afirma que todos los ángeles custodios concurrirán al juicio universal para "dar testimonio ellos mismos del ministerio que ejercieron por orden de Dios para la salvación de cada hombre"  



En los Hechos de los Apóstoles encontramos numerosos pasajes en que se manifiesta la intervención de estos santos ángeles, y también la confianza con que eran tratados por los primeros cristianos (5, 19-20; 8, 26; 10, 3-6). 


Nosotros hemos de tratarles con la misma confianza, y nos asombraremos muchas veces del auxilio que nos prestan, para vencer en la lucha contra los enemigos.


 Los ángeles custodios tienen la misión de ayudar a cada hombre a alcanzar su fin sobrenatural, por lo tanto, los auxilian contra todas las tentaciones y peligros, y traen a su corazón buenas inspiraciones. Son nuestros intercesores, nuestros custodios, y nos prestan su ayuda cuando los invocamos.

Nuestro Ángel Custodio nos puede prestar también ayudas materiales, si son convenientes para nuestro fin sobrenatural o para el de los demás. 



No tengamos reparo en pedirle su favor en las pequeñas cosas materiales que necesitamos cada día, como por ejemplo, encontrar estacionamiento para el coche. Especialmente pueden colaborar con nosotros en el trato de las personas que nos rodean y en el apostolado.

Hemos de tratarle como a un entrañable amigo; él siempre está en vela y dispuesto a prestarnos su concurso, si se lo pedimos. Y al final de la vida, nuestro Ángel nos acompañará ante el tribunal de Dios.


 Para que nuestro Ángel nos preste su ayuda es necesario darle a conocer, de alguna manera, nuestras intenciones y deseos, puesto que no puede leer el interior de la conciencia como Dios. Basta con que le hablemos mentalmente para que nos entienda, o incluso para que llegue a deducir lo que no somos capaces de expresar. Por eso debemos tener un trato de amistad con él; y tenerle veneración, puesto que a la vez que está con nosotros, está siempre en la presencia de Dios.

Hoy le pedimos a la Virgen, Regina Angelorum, que nos enseñe a tratar a nuestro Ángel, particularmente en esta Cuaresma. 

lunes, 27 de febrero de 2012

El diablo existe...El demonio es un ser personal, real y concreto, de naturaleza espiritual e invisible, y que por su pecado se apartó de Dios para siempre. Es el padre de la mentira (Juan 8, 44), del pecado, de la discordia, de la desgracia, del odio, de lo malo y absurdo que hay en la tierra (Hebreos 2, 14), el enemigo que siembra el mal en el corazón del hombre (Mateo 13, 28-39), y al único que hemos de temer si no estamos cerca de Dios.

«¿Quieres un secreto para ser feliz?: date y sirve a los demás, sin esperar que te lo agradezcan» 




«Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo; porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme. 

Entonces le responderán los justos: Señor; ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer; o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos? o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte? Y el Rey en respuesta les dirá: En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis. 

Entonces dirá a los que estén a la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al juego eterno preparado para el diablo y sus ángeles; porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; era peregrino y no me acogisteis; estaba desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.

Entonces le replicarán también ellos: Señor; ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, peregrino o desnudo, enfermo o en la cárcel y no te asistimos? Entonces les responderá: En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de éstos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo. Y éstos irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna.» 
(Mateo 25, 34-46) 


. Jesús, al final de los tiempos vas a juzgamos a todos. Es el juicio final, que es algo distinto al juicio particular. El juicio particular es el que tendré nada más morir; el final es la confirmación pública y solemne del juicio anterior, al final de los tiempos. «El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena» (CEC.- 1039). El resultado de este juicio es claro e irreversible: los pecadores «irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna.»

Jesús, me doy cuenta de que ésta es la gran asignatura que debo aprobar, el gran examen que he de pasar al final de mi vida. Además, no hay examen de recuperación. Vale la pena, por tanto, que me prepare muy bien para ese momento. En realidad, es lo único que vale la pena; pues si al final no me salvo, ¿qué ganancia en la tierra me puede compensar la eternidad?

Pero, Jesús, ¿qué entra en este examen?; ¿qué me vas a preguntar cuando te tenga que rendir cuentas de mi vida? El temario es claro: «Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo» (Mateo 22, 37-39). Y más en concreto, por temas: «tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed...» Porque todo lo que haga a otra persona, es como si te lo hiciera a Ti. 


. «¿Quieres un secreto para ser feliz?: date y sirve a los demás, sin esperar que te lo agradezcan» 

Jesús, servir a los demás no es sólo prepararse para ganar el cielo; es ganar el cielo ya aquí, en la tierra: servir es sinónimo de ser feliz, y también su consecuencia más inmediata. El triste sólo hace que encerrarse en sí mismo y entristecerse más. Pero el que está feliz, se vuelca en detalles hacia los demás y aún es más feliz.

Jesús, ayúdame a imitarte en este punto. Ayúdame a servir sin esperar a que me lo agradezcan. Pero el servicio también tiene un orden. No puedo pretender servir en un país lejano y, a la vez, descuidar a los que me rodean. Por eso, en un principio, lo primero será tener detalles de servicio en casa: que puedan contar conmigo para hacer un recado, para poner la mesa, para vigilar a un hermano pequeño, para arreglar una silla, etc. Si soy trabajador o estudiante, después de mi familia vendrá mi trabajo: servir significará ser competente, hacer bien ese trabajo, estudiar con profesionalidad; y aprovechar las mil circunstancias diarias para servir a los amigos y compañeros. 



El diablo existe. La Sagrada Escritura habla de él desde el primero hasta el último libro revelado, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. La historia del hombre ha padecido la influencia del diablo. Hay rasgos presentes en nuestros días de una intensa malicia, que no se explican por la sola actuación humana. El demonio, en formas muy diversas, causa estragos en la Humanidad. La actuación del demonio es misteriosa, real y eficaz. Con Jesucristo ha quedado mermado el dominio del diablo, pues Él "nos ha liberado del poder de Satanás" 

Por razón de la obra redentora, el demonio sólo puede causar verdadero daño a quienes libremente le permitan hacérselo, consintiendo en el mal y alejándose de Dios: nadie peca por necesidad. Además, para librarnos del influjo diabólico, Dios ha dispuesto también un Ángel que nos ayude y proteja. "Acude a tu Ángel Custodio, a la hora de la prueba, y te amparará contra el demonio y te traerá santas inspiraciones" 


. El demonio es un ser personal, real y concreto, de naturaleza espiritual e invisible, y que por su pecado se apartó de Dios para siempre. Es el padre de la mentira (Juan 8, 44), del pecado, de la discordia, de la desgracia, del odio, de lo malo y absurdo que hay en la tierra (Hebreos 2, 14), el enemigo que siembra el mal en el corazón del hombre (Mateo 13, 28-39), y al único que hemos de temer si no estamos cerca de Dios. 

Su único fin en el mundo, al que no ha renunciado, es nuestra perdición. Y cada día intentará llevar a cabo ese fin a través de todos los medios a su alcance. Es el primer causante de las rupturas en las familias y en la sociedad. Sin embargo, el demonio no puede violentar nuestra voluntad para inclinarla al mal. El santo Cura de Ars dice que "el demonio es un gran perro encadenado, que acosa, que mete mucho ruido, pero que solamente muerde a quienes se le acercan demasiado". 


Nos debe dar gran confianza saber que el Señor nos ha dejado muchos medios para vencer y para vivir en el mundo con la paz y alegría de un buen cristiano: la oración, la mortificación, la Confesión y la Eucaristía, y el amor a la Virgen. El uso del agua bendita es también eficaz protección contra el influjo del diablo. Nuestro esfuerzo en la Cuaresma por mejorar la fidelidad a lo que sabemos que Dios nos pide, es la mejor manifestación de que frente al Non serviam del demonio, queremos poner nuestro personal Serviam: Te serviré, Señor. 

Del ateismo a la fe (2): Una ley moral universal



“El libro era Mero cristianismo, de C. S. Lewis. En los siguientes días, al pasar sus páginas luchando por absorber la amplitud y profundidad de los argumentos intelectuales expuestos por ese legendario erudito de Oxford, me di cuenta de que mis propios conceptos contra la plausibilidad de la fe eran los de un niñito. Claramente debía iniciar con una página en blanco y considerar la más importante de las preguntas humanas. Lewis parecía conocer todas mis objeciones, incluso a veces antes de que yo terminara de formularlas. Invariablemente las abordaba en las siguientes páginas. Cuando luego me enteré de que Lewis mismo había sido un ateo que se había dispuesto a refutar la fe con base en argumentos lógicos, comprendí cómo podía él saber tanto de mi camino: también había sido el suyo.
El argumento que más atrajo mi atención y más removió mis ideas sobre la ciencia y el espíritu hacia sus mismos fundamentos estaba allí mismo, en el Libro Uno: Lo correcto y lo incorrecto como una clave sobre el significado del universo. Si bien de muchos modos lo que Lewis describía como “ley moral” era una característica universal de la existencia humana, de otras maneras era como si la reconociera por primera vez.

Framcis dice a continuación que la experiencia cotidiana pone en evidencia este postulado de la existencia de una norma moral innata y universal. Ejemplo de ello, dice, son los furiosos debates que, en el área de la medicina,  rodean actualmente la pregunta de si es aceptable realizar investigaciones en las células madre de embriones humanos. Para algunos tal investigación viola la santidad de la vida humana; para otros el potencial de aliviar el sufrimiento humano constituye un mandato ético para proceder. Para Francis S. Collins no hay duda:

“Nótese que en cada uno de estos ejemplos, cada facción intenta apelar a una medida superior no mencionada. Esa medida es la ley moral, que también se podría llamar “la ley de la conducta recta”, y su existencia en cada una de estas situaciones parece incuestionable. Lo que se debate es si una acción u otra es una aproximación más cercana a las exigencias de esa ley. Los que son acusados de quedarse cortos, por ejemplo, el esposo que no es suficientemente cordial con la amiga de la esposa, generalmente explican con una variedad de excusas las razones por las que no los deberían molestar. 

Generalmente no responde el acusado: “Al diablo con tu concepto de conducta recta”.
Lo que tenemos aquí es muy peculiar: el concepto de lo correcto y lo incorrecto parece ser universal entre todos los miembros de la especie humana, si bien su aplicación puede producir resultados muy diferentes. Por lo tanto, parecería tratarse de un fenómeno casi como una ley, como la ley de gravedad o la de relatividad especial. Sin embargo, en este caso, si somos honestos con nosotros mismos, se trata de una ley que rompemos con asombrosa regularidad. Hasta donde comprendo, esta ley parece aplicarse peculiarmente a los seres humanos. … Es esa conciencia del bien y el mal, junto con el desarrollo del lenguaje, la conciencia de sí mismo y la capacidad de imaginar el futuro lo que los científicos generalmente refieren cuando tratan de enumerar las cualidades especiales del Homo sapiens.

Pero, ¿es este sentido del bien y el mal una característica intrínseca del ser humano o es sólo una consecuencia de las tradiciones culturales? Algunos argumentan que las culturas tienen diferencias tan grandes en las normas de conducta, que cualquier conclusión relacionada con una ley moral común carece.

de fundamento. Lewis, estudioso de muchas culturas, llama a esto “una mentira, una mentira que suena bien. Si un hombre se pasara algunos días en una biblioteca con una Enciclopedia de religiones y ética, pronto descubriría la masiva unanimidad de la razón práctica en el hombre. En el himno babilónico a Samos, en las leyes de Manu, en el Libro de los muertos, los analectas, los estoicos, los  platónicos, los aborígenes australianos y los pieles rojas, recogería las mismas y triunfantemente monótonas condenas a la opresión, el asesinato, la traición y la falsedad; los mismos mandamientos de amabilidad a los ancianos, los niños, los débiles, el dar limosna y el ser imparciales y honestos”.
En este punto Francis S.Collins hace esta interesante reflexión:

“Permítame detenerme aquí para señalar que la conclusión de que la ley moral existe, está en serio conflicto con la filosofía posmodernista actual, que afirma que no existen el bien y el mal absolutos, y que toda decisión ética es relativa. Esta visión, que parece muy extendida entre los filósofos modernos pero que asombra a la mayoría del público en general, enfrenta una serie de trampas lógicas. Si no existe una verdad absoluta, ¿puede ser verdad el posmodernismo mismo? Ciertamente, si no existen el bien y el mal, no hay razón para argumentar sobre la disciplina de la ética, en primer lugar.

viernes, 24 de febrero de 2012

Cuando un hombre se deja llevar por la vista, la imaginación, o el gusto; cuando un hombre no tiene voluntad para hacer lo que debe, o no quiere formar su inteligencia para saber mejor qué es lo que debe hacer; ese hombre es... un pobre hombre.




Tenemos necesidad de la penitencia para nuestra vida de cristianos y para reparar tantos pecados propios y ajenos. Nuestro afán por identificarnos con Cristo nos llevará a aceptar su invitación a padecer con Él. 



«Entonces se le acercaron los discípulos de Juan, diciendo: ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos con frecuencia, y en cambio tus discípulos no ayunan? Jesús les respondió: ¿Acaso pueden estar de duelo los amigos del esposo mientras el esposo está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el esposo; entonces ayunarán». (Mateo 9, 14-15) 


 «Entonces ayunarán.» Jesús, en esta época del año la Iglesia recomienda ser más generoso con la mortificación en general, y en concreto, con el ayuno. Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia.



 Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras)

¿Por qué la Cuaresma es uno de estos momentos frenes de la práctica penitencial? Porque sólo ejercitándome en la penitencia seré capaz de apreciar lo que va a ocurrir en la Pascua, y la Cuaresma tiene por finalidad preparar la celebración del Misterio Pascual durante la Semana Santa.

En la Semana Santa, Jesús, vas a morir por mí, clavado en una cruz, después de ser azotado por todo el cuerpo con una dureza tal que era suficiente para que el condenado muera allí mismo. Y ese sacrificio tan cruel fue no sólo aceptado por Ti, sino querido. 



¿Cómo se entiende esto? Simplemente no se entiende, a no ser que empiece yo mismo por ser más mortificado.

La mortificación voluntaria por motivo sobrenatural no es una locura, no es masoquismo: es el camino de la libertad sobre las pasiones y, sobre todo, es el camino de la unión contigo en la Cruz. Una buena mortificación es la mortificación en las comidas:



 comer un poco menos de lo que me gusta más o un poco más de lo que me gusta menos, y ofrecértelo. No se trata tanto de hacer una gran mortificación un día, como de hacer cada día alguna cosa pequeña. Esta práctica, hecha con constancia, ¡cómo me ayuda a dominar mis sentidos, a ser más señor de mí mismo y, por tanto, a ser más libre y más capaz de amar a los demás!


. «Hemos de recibir al Señor; en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos... -Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has ’de tener; te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma»

«Días vendrán en que les será arrebatado el esposo; entonces ayunarán.» Jesús, estás hablando de tu muerte violenta en la Cruz, esa misma muerte que se repite, sin derramamiento de sangre, en la Santa Misa cada día. Jesús, en la Misa, además de entregarte de nuevo a Dios Padre por mí, como en el Calvario, te conviertes en alimento: es el sacramento de la Eucaristía. ¿Cómo te he de recibir, Jesús, sabiendo quién eres?; ¿qué limpieza, qué adornos y qué luces: qué disposiciones? Limpieza en mis sentidos, uno por uno; adorno en mis potencias, una por una; luz en toda mi alma.

He de purificar los sentidos para que no me dominen; he de adornar las potencias -inteligencia, memoria, voluntad, imaginación- de modo que entiendan y gusten lo espiritual; y he de tener, en el alma, la luz de la gracia de Dios.



 Jesús, el tiempo de Cuaresma es un tiempo de purificación, que significa un tiempo para colocar los sentidos y las potencias en el lugar que les corresponde: al servicio de la persona, y no al mando.

Cuando un hombre se deja llevar por la vista, la imaginación, o el gusto; cuando un hombre no tiene voluntad para hacer lo que debe, o no quiere formar su inteligencia para saber mejor qué es lo que debe hacer; ese hombre es... un pobre hombre. 



Y, por tanto, también será un pobre cristiano. Por eso, es necesario luchar más, esforzarse más en adquirir esas virtudes tan propias del que se sabe hijo de Dios: la sobriedad, la pureza, el espíritu de servicio, la fortaleza, el orden, el estudio.


El ayuno era y es, una muestra de penitencia que Dios pide al hombre. "En el Antiguo Testamento se descubre el sentido religioso de la penitencia, como un acto religioso, personal, que tiene como término de amor el abandono en Dios" (PABLO VI, Const. Paenitemini). Acompañado de oración, sirve para manifestar la humildad delante de Dios (Levítico, 16, 29-31): el que ayuna se vuelve hacia el Señor en una actitud de dependencia y abandono totales.

En la Sagrada escritura vemos ayunar y realizar otras obras de penitencia antes de emprender un quehacer difícil (Jueces 20, 26; Ester 4, 16), para implorar el perdón de una culpa (1 Reyes 21, 27), obtener el cese de una calamidad (Judit 4, 9-13), conseguir la gracia necesaria en el cumplimiento de una misión (Hechos 13, 2). La Iglesia en los primeros tiempos conservó las prácticas penitenciales, en el espíritu definido por Jesús, y siempre ha permanecido fiel a esta práctica penitencial, recomendando esta práctica piadosa, con el consejo oportuno de la dirección espiritual.


Tenemos necesidad de la penitencia para nuestra vida de cristianos y para reparar tantos pecados propios y ajenos. Nuestro afán por identificarnos con Cristo nos llevará a aceptar su invitación a padecer con Él.

La Cuaresma nos prepara a contemplar los acontecimientos de la Pasión y Muerte de Jesús. Con esta devoción contemplaremos la Humanidad Santísima de Cristo, que se nos revela sufriendo como hombre en su carne sin perder su majestad de Dios, y lo acompañaremos por la Vía Dolorosa, condenado a muerte, cargando la Cruz en su afán redentor, por un camino que también nosotros debemos de seguir.


 Además de las mortificaciones llamadas pasivas, que se presentan sin buscarlas, las mortificaciones que nos proponemos y buscamos se llaman activas. Son especialmente importantes para el progreso interior y para lograr la pureza de corazón: mortificación de la imaginación, evitando el monólogo interior en el que se desborda la fantasía y procurando convertirlo en diálogo con Dios. Mortificación de la memoria, evitando recuerdos inútiles, que nos hacen perder el tiempo y quizá nos podrían acarrear otras tentaciones más importantes.
Mortificación de la inteligencia, para tenerla puesta en aquello que es nuestro deber en ese momento (Ibídem), y rindiendo el juicio para vivir mejor la humildad y la caridad con los demás. Decidámonos a acompañar al Señor de la mano de la Virgen. 

jueves, 23 de febrero de 2012

ORACIÓN A NUESTRA SEÑORA DESATANUDOS




Santa María desatadora de nudos

Santa María, llena de la presencia de Dios, 

durante los días de tu vida aceptaste con
toda humildad la voluntad del Padre,
y el Maligno nunca fue capaz de enredarte con 
sus confusiones. 

Ya junto a tu Hijo 
intercediste por nuestras dificultades y,
con toda sencillez y paciencia,
nos diste ejemplo de cómo desenredar
la madeja de nuestras vidas.

Y al quedarte para siempre como
Madre Nuestra, pones en orden y haces mas
claros los lazos que nos unen al Señor. 

Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra,
Tú que con corazón materno desatas los
nudos que entorpecen nuestra vida, 
te pedimos que nos recibas en tus manos
y que nos libres de las ataduras y confusiones
con que nos hostiga el que es nuestro enemigo.
Por tu gracia, por tu intercesión, con tu ejemplo,
líbranos de todo mal, 
Señora Nuestra
y desata los nudos, que impiden nos unamos a Dios,
para que libres de toda confusión y error,
los hallemos en todas las cosas,
tengamos en El puestos nuestros 
corazones y podamos servirle
siempre en nuestros hermanos. Amén

miércoles, 22 de febrero de 2012

Miércoles de Ceniza...Tradición...Significado simbólico de la Ceniza


“Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras, convertíos al Señor Dios nuestro, porque es compasivo y misericordioso”

Con la imposición de las cenizas, se inicia una estación espiritual particularmente relevante para todo cristiano que quiera prepararse dignamente para la vivir el Misterio Pascual, es decir, la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor Jesús. 

Este tiempo vigoroso del Año Litúrgico se caracteriza por el mensaje bíblico que puede ser resumido en una sola palabra: "metanoeiete", es decir "Convertíos". Este imperativo es propuesto a la mente de los fieles mediante el rito austero de la imposición de ceniza, el cual, con las palabras "Convertíos y creed en el Evangelio" y con la expresión "Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás", invita a todos a reflexionar acerca del deber de la conversión, recordando la inexorable caducidad y efímera fragilidad de la vida humana, sujeta a la muerte.

La sugestiva ceremonia de la ceniza eleva nuestras mentes a la realidad eterna que no pasa jamás, a Dios; principio y fin, alfa y omega de nuestra existencia. La conversión no es, en efecto, sino un volver a Dios,

valorando las realidades terrenales bajo la luz indefectible de su verdad. Una valoración que implica una conciencia cada vez más diáfana del hecho de que estamos de paso en este fatigoso itinerario sobre la tierra, y que nos impulsa y estimula a trabajar hasta el final, a fin de que el Reino de Dios se instaure dentro de nosotros y triunfe su justicia.

Sinónimo de "conversión" es así mismo la palabra "penitencia"... Penitencia como cambio de mentalidad. Penitencia como expresión de libre y positivo esfuerzo en el seguimiento de Cristo.



Tradición


En la Iglesia primitiva, variaba la duración de la Cuaresma, pero eventualmente comenzaba seis semanas (42 días) antes de la Pascua. Esto sólo daba por resultado 36 días de ayuno (ya que se excluyen los domingos). En el siglo VII se agregaron cuatro días antes del primer domingo de Cuaresma estableciendo los cuarenta días de ayuno, para imitar el ayuno de Cristo en el desierto.
Era práctica común en Roma que los penitentes comenzaran su penitencia pública el primer día de Cuaresma. Ellos eran salpicados de cenizas, vestidos en sayal y obligados a mantenerse lejos hasta que se reconciliaran con la Iglesia el Jueves Santo o el Jueves antes de la Pascua. Cuando estas prácticas cayeron en desuso (del siglo VIII al X), el inicio de la temporada penitencial de la Cuaresma fué simbolizada colocando ceniza en las cabezas de toda la congregación.

Hoy en día en la Iglesia, el Miércoles de Ceniza, el cristiano recibe una cruz en la frente con las cenizas obtenidas al quemar las palmas usadas en el Domingo de Ramos previo. Esta tradición de la Iglesia ha quedado como un simple servicio en algunas Iglesias protestantes como la anglicana y la luterana. La Iglesia Ortodoxa comienza la cuaresma desde el lunes anterior y no celebra el Miércoles de Ceniza.



Significado simbólico de la Ceniza


La ceniza, del latín "cinis", es producto de la combustión de algo por el fuego. Muy fácilmente adquirió un sentido simbólico de muerte, caducidad, y en sentido trasladado, de humildad y penitencia. En Jonás 3,6 sirve, por ejemplo, para describir la conversión de los habitantes de Nínive. Muchas veces se une al "polvo" de la tierra: "en verdad soy polvo y ceniza", dice Abraham en Gén. 18,27. El Miércoles de Ceniza, el anterior al primer domingo de Cuaresma (muchos lo entenderán mejor diciendo que es le que sigue al carnaval), realizamos el gesto simbólico de la imposición de ceniza en la frente (fruto de la cremación de las palmas del año pasado). Se hace como respuesta a la Palabra de Dios que nos invita a la conversión, como inicio y puerta del ayuno cuaresmal y de la marcha de preparación a la Pascua. La Cuaresma empieza con ceniza y termina con el fuego, el agua y la luz de la Vigilia Pascual. Algo debe quemarse y destruirse en nosotros -el hombre viejo- para dar lugar a la novedad de la vida pascual de Cristo.

Mientras el ministro impone la ceniza dice estas dos expresiones, alternativamente: "Arrepiéntete y cree en el Evangelio" (Cf Mc1,15) y "Acuérdate de que eres polvo y al polvo has de volver" (Cf Gén 3,19): 

un signo y unas palabras que expresan muy bien nuestra caducidad, nuestra conversión y aceptación del Evangelio, o sea, la novedad de vida que Cristo cada año quiere comunicarnos en la Pascua. 

“Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras, convertíos al Señor Dios nuestro, porque es compasivo y misericordioso”

leemos en la Primera lectura de la Misa de hoy. Y cuando nos imponen la ceniza se nos recuerda: “Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir”. Acuérdate… Cuantas veces olvidamos que “de la grandeza del hombre no queda, sin Dios, más que este montoncito de polvo, en un plato, a un extremo del altar, en este Miércoles de Ceniza, con el que la Iglesia nos marca en la frente como con nuestra propia substancia (Leclerq, Siguiendo el año litúrgico).

Comienza la Cuaresma, tiempo de conversión interior y de penitencia para preparar la Pascua del Señor. Pero la verdadera conversión ha de notarse en la conducta, en nuestro trabajo o estudio, en el comportamiento con la familia, en las pequeñas mortificaciones al Señor, que hacen más llevadores los roces de la convivencia diaria. Hoy además, por ser miércoles de ceniza, ofreceremos al Señor una mortificación un poco más especial: el ayuno y la abstinencia.


En la Misa leemos “Os exhortamos, dice, a no echar en saco roto la gracia de Dios (…). Mirad: ahora es el tiempo de la gracia; ahora es el día de la salvación”.

 Podemos escuchar como el Señor nos dice en la intimidad del corazón: Convierte. Vuélvete a Mí de todo corazón. 

Cuando uno de nosotros reconoce que está triste, debe pensar: es que no estoy suficientemente cerca de Cristo. Cuando uno de nosotros reconoce en su vida, por ejemplo, la inclinación al mal humor, al mal genio, tiene que pensar eso; no echar la culpa a las cosas de alrededor, que es una manera de equivocarnos, es una manera de desorientar la búsqueda” … 

“Cuando alguien diga: “Yo tengo una pereza irremediable, yo no soy tenaz, yo no puedo terminar las cosas que emprendo”, debería pensar (hoy): “Yo no estoy lo suficientemente cerca de Cristo”. Por eso, aquello que cada uno de nosotros reconozca en su vida como defecto, como dolencia, debería ser inmediatamente referido a este examen íntimo y directo: 

“No tengo yo perseverancia, no estoy cerca de Cristo; no tengo alegría, no estoy cerca de Cristo”. Voy a dejar ya de pensar que la culpa es del trabajo, que la culpa es de la familia, de los padres o de los hijos… No. La culpa íntima es de que yo no estoy cerca de Cristo. Y Cristo me está diciendo: ¡Vuélvete! “Volveos a Mí de todo corazón!”

martes, 21 de febrero de 2012

Jesús, estoy metido en un mundo en el que mucha gente lucha por estar arriba, por dominar, por relucir, por poseer.


También nosotros podemos repetir con entera realidad. ¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos?... ¿Porqué tanto odio y tanto mal? ¿Porqué también ?en ocasiones- esa rebeldía en nuestra vida? Los poderosos del mal se alían contra Dios y contra lo que es de Dios. Pero Dios es más fuerte. Él es la Roca (1 Corintios 10, 4). 


«Una vez que salieron de allí cruzaban Galilea, y no quería que nadie lo supiese; pues iba instruyendo a sus discípulos y les decía: El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto, resucitará a los tres días. Pero ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle. Y llegaron a Cafarnaún. Estando ya en casa, les preguntó: ¿De qué discutíais por el camino? Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor.

Entonces se sentó y llamando a los doce, les dijo: Si alguno quiere ser el primero, hágase el último de todos y servidor de todos. Y tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mi me recibe; y quien me recibe a mí, no me recibe a mí, sino al que me envió.» (Marcos 9, 30-37) 


«Si alguno quiere ser el primero, hágase el último de todos y servidor de todos.» Jesús, Tú me enseñas continuamente esta doctrina: «No he venido a ser servido, sino a servir». (Mateo 20, 28). Pero nunca la acabo de asimilar: tanto me cuesta servir... Y, cuando hago un favor, me creo con el derecho a ser correspondido, al menos, con otro favor. 

Jesús, Tú, que eres Dios, has venido a servir. «Desde el comienzo de su vida pública, en su bautismo, Jesús es el «Siervo» enteramente consagrado a la obra redentora que llevará a cabo en el «bautismo» de su pasión» (C. I: C.- 565)

Los ángeles, que son seres superiores a los hombres, son sus servidores. Me doy cuenta de que, en el orden del espíritu, servir es de más categoría que ser servido. Y es que servir perfecciona el espíritu, lo agranda y además, lo llena. En cambio, el buscar el propio beneficio atrofia y vacía el amor, que es una de las alas del espíritu.«Si alguno quiere ser el primero, hágase el último de todos y servidor de todos.»

Jesús, quiero servir, quiero ser útil. Pero existe en mí como otro yo, que se busca a sí mismo continuamente. Es una lucha incesante del yo espiritual contra el yo material: el primero prefiere servir, el segundo busca ser servido y dominar. Ayúdame a dominar mis pasiones y a decidirme a servir a los que me rodean, sin esperar nada a cambio. 


 «Grande y hermosa es la misión de servir que nos confió el Divino Maestro. -Por eso, este buen espíritu -¡gran señorío!- se compagina perfectamente con el amor a la libertad, que ha de impregnar el trabajo de los cristianos» (Forja.-144). 

Jesús, qué gran paradoja: el que sabe servir a los demás demuestra mayor señorío, y es más libre. Si soy «el último de todos y el servidor de todos», entonces me hago señor de mí mismo y utilizo mi libertad de manera plena. «Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor».

Jesús, estoy metido en un mundo en el que mucha gente lucha por estar arriba, por dominar, por relucir, por poseer. Y, sin darme cuenta, se me puede introducir esta forma de pensar, que no es cristiana porque ata, porque obliga a ceder lo que haga falta con tal de obtener el éxito humano. Y ése no es el amor a la libertad, que ha de impregnar el trabajo de los cristianos.

Jesús, ante esa tendencia a dominar y a querer ser el primero que a veces siento, me pones el ejemplo de un niño: «El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe». Quieres que en mi vida espiritual tenga la sencillez, la confianza, y los grandes ideales que son propios de los niños. Y que, como ellos, no tenga reparos a la hora de servir a los demás.



Los salmos fueron las oraciones de las familias hebreas, y la Virgen y San José verterían en ellos su inmensa piedad. De sus padres los aprendió Jesús, y al hacerlos propios les dio la plenitud de su significado. Desde siempre el Salmo II fue contado entre los salmos mesiánicos, y ha alimentado la piedad de muchos fieles.

 También nosotros podemos repetir con entera realidad. ¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos?... ¿Porqué tanto odio y tanto mal? ¿Porqué también ?en ocasiones- esa rebeldía en nuestra vida? Los poderosos del mal se alían contra Dios y contra lo que es de Dios. Pero Dios es más fuerte. Él es la Roca (1 Corintios 10, 4). 

Nosotros podemos encontrar en la meditación de este salmo la fortaleza ante los obstáculos que se pueden presentar en un ambiente alejado de Dios, el sentido de nuestra filiación divina y la alegría de proclamar por todas partes la realeza de Cristo. 


II. Rompamos, dijeron, sus ataduras, y sacudamos lejos de nosotros su yugo (Salmo 2, 3), parece repetir un clamor general. El Papa Juan Pablo II ha señalado, como una característica de este tiempo nuestro, la cerrazón a la misericordia divina. Es una realidad tristísima que nos mueve constantemente a la conversión de nuestro corazón; a implorar y preguntar al Señor el porqué de tanta rebeldía. Quienes queremos seguir a Cristo de cerca tenemos el deber de desagraviar por ese rechazo violento que sufre Dios en tantos hombres, y hemos de pedir abundancia de gracia y de misericordia.


III. A mí me ha dicho el Señor: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy" Dios Padre se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus. Éste es nuestro refugio: la filiación divina. Aquí encontramos la fortaleza necesaria contra las adversidades. Cristo ha triunfado ya para siempre. Con su muerte en la Cruz nos ha ganado la vida. Es la señal del cristiano, con la que venceremos todas las batallas, la vara de hierro es la Santa Cruz. 

La Cruz en nuestra inteligencia, en nuestros labios, en nuestro corazón, en todas nuestras obras: ésta es el arma para vencer. A nuestro Ángel Custodio, fiel servidor de Dios, le pedimos que nos mantenga cada día con más fidelidad y amor en la propia vocación, sirviendo al reinado de su Hijo allí donde nos ha llamado.