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martes, 31 de julio de 2012

COMO DISTRIBUYE DIOS BIEN LOS DONES Y TALENTOS ?


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Es necesario que cada cual esté contento con los dones y talentos con que la Providencia le haya dotado, y no se entregue a la murmuración porque no haya recibido tanta inteligencia y habilidad como otro, ni porque haya ido a menos en sus recursos personales, por excesivo trabajo, por la vejez o la enfermedad. Este aviso es de utilidad general; pues los más favorecidos tienen siempre algunos defectos que les obligan a practicar la resignación y la humildad. 

Y será tanto más peligroso dejar sin defensa este lado, cuanto que por ahí ataca el demonio a gran número de almas: incítalas a compararse con lo que fueron en otro tiempo, con lo que son otros, a fin de hacer nacer en ellas todo género de malos sentimientos, así como un orgulloso desprecio del prójimo, una necia infatuación de sí mismos, y una envidia no exenta de malignidad juntamente con el desprecio, y quizá también el desaliento.

Tenemos el deber de conformarnos en esto como en todo lo demás con la voluntad de Dios, de contentarnos con los talentos que El nos ha dado, con la condición en que nos ha colocado, y no hemos de querer ser más sabios, más hábiles, más considerados que lo que Dios quiere. Si tenemos menos dotes que algunos otros, o algún defecto natural de cuerpo o de espíritu, una presencia exterior menos ventajosa, un miembro estropeado, una salud débil, una memoria infiel, una inteligencia tarda, un juicio menos firme, poca aptitud para tal o cual empleo, no hemos de lamentarnos y murmurar a causa de las perfecciones que nos faltan, ni envidiar a los que las tienen. Tendría muy poca gracia que un hombre se ofendiese de que el regalo que se le hace por un puro favor no es tan bueno y rico como hubiera deseado. 

¿Estaba Dios obligado a otorgarnos un espíritu más elevado, un cuerpo mejor dispuesto? ¿No podía habernos criado en condiciones aún menos favorables, o dejarnos en la nada? ¿Hemos siquiera merecido esto que nos ha dado? Todo es puro efecto de su bondad a la que somos deudores. Hagamos callar a este orgullo miserable que nos hace ingratos, reconozcamos humildemente los bienes que el Señor se ha dignado concedernos.

En la distribución de los talentos naturales no está Dios obligado a conformarse a nuestros falsos principios de igualdad. No debiendo nada a nadie, El es Dueño absoluto de sus bienes, y no comete injusticia dando a unos más y a otros menos, perteneciendo, por otra parte, a su sabiduría que cada cual reciba según la misión que determina confiarle. «Un obrero forja sus instrumentos de tamaño, espesor y forma en relación con la obra que se propone ejecutar; de igual manera Dios nos distribuye el espíritu y los talentos en conformidad con los designios que sobre nosotros tiene para su servicio, y la medida de gloria que de ellos quiere sacar.»

 A cada uno exige el cumplimiento de los deberes que la vida cristiana impone; nos destina además un empleo particular en su casa: a unos el sacerdocio o la vida religiosa, a otros la vida secular, en tal o cual condición; y en consecuencia, nos distribuye los dones de naturaleza y de gracia. Busca ante todo el bien de nuestra alma, o mejor aún, su solo y único objeto final es procurar su. gloria santificándonos. Como El, nosotros no hemos de ver en los dones de naturaleza y en los de gracia, sino medios de glorificarle por nuestra santificación.

Porque, «¿quién sabe -dice San Alfonso- si con más talento, con una salud más robusta, con un exterior más agradable, no llegaríamos a perdernos? ¿Cuántos hay, para quienes la ciencia y los talentos, la fuerza o la hermosura, han sido ocasión de eterna ruina, inspirándoles sentimientos de vanidad y de desprecio de los demás, y hasta conduciéndolos a precipitarse en mil infamias? 

¿ Cuántos, por el contrario, deben su salvación a la pobreza, enfermedad o a la falta de hermosura, los cuales, si hubieran sido ricos, vigorosos o bien formados, se hubieran condenado? 

No es necesario tener hermoso rostro, ni buena salud, ni mucho talento; sólo una cosa es necesaria: salvar el alma». 

Tal vez se nos ocurra la idea de que necesitamos cierto grado de aptitudes para desempeñar nuestro cargo, y que con más recursos naturales pudiéramos hacer mayor bien. Mas, como hace notar con razón el P. Saint-Jure: 

«Es una verdadera dicha para muchos y muy importante para su salvación no tener agudo ingenio, ni memoria, ni talentos naturales; la abundancia los perdería, y la medida que Dios les ha otorgado les salvará. Los árboles no se hallan mejor por estar plantados en lugares elevados, pues en los valles se encontrarían más abrigados. 

Una memoria prodigiosa que lo retiene todo, un espíritu vivo y penetrante en todas las ciencias, una rara erudición, un gran brillo y un glorioso renombre, no sirven frecuentemente sino para alimentar la vanidad, y se convierten en ocasión de ruina.» Hasta es posible hallar alguna pobre alma bastante infatuada de sus méritos, que desea ser colocada en el candelero, que envidia a los que poseen cargos, que les denigra y hasta trabaja por perderlos.

 ¿Qué seria de nosotros si tuviésemos mayores talentos? 
Sólo Dios lo sabe. En vista de ello, 
¿hay partido más prudente que el de confiarle nuestra suerte y entregarnos a El?

¿No está permitido al menos desear estos bienes naturales y pedirlos? Ciertamente, y a condición de que se haga con intención recta y humilde sumisión. En otra parte hemos hablado de las riquezas y de la salud; dejemos a un lado la hermosura, que el Espíritu Santo llama yana y engañosa. Nosotros podemos necesitar de tal o cual aptitud, y hay ciertos dones que parecen particularmente preciosos y deseables, como una fiel memoria, una inteligencia penetrante, un juicio recto, corazón generoso, voluntad firme.

 Es, pues, legitimo pedirlos. El bienaventurado Alberto Magno obtuvo por sus oraciones una maravillosa facilidad para aprender, mas el piadoso Obispo de Ginebra, fiel a su invariable doctrina, «no quiere que se desee tener mejor ingenio, mejor juicio»; según él, «estos deseos son frívolos y ocupan el lugar del que todos debemos tener: procurar cultivar cada uno el suyo y tal cual es».

En realidad, lo importante no es envidiar los dones que nos faltan, sino hacer fructificar los que Dios nos ha confiado, porque de ellos nos pedirá cuenta, y cuanto más nos hubiere dado, más nos ha de exigir. Que hayamos recibido diez, cinco, dos talentos, o uno tan sólo poco importa, será preciso presentar el capital junto con los intereses. El recompensado con mayor magnificencia no siempre será el que posea más dones, sino el que hubiere sabido hacerlos más productivos. 

Para ser mal servidor, no es necesario abusar de nuestros talentos, basta enterrarlos. ¿Y qué pago podemos esperar de Dios si los empleamos no para su gloria y sus intereses, sino para sólo nosotros, a nuestra manera y no conforme a sus miras y voluntad? «Como los ojos de los criados están fijos en las manos de sus señores», así hemos de tener los ojos de nuestra alma dirigidos constantemente a Dios, ya para ver lo que El quiere de nosotros, ya para implorar su ayuda; porque su voluntad santísima es la única que nos lleva a nuestro fin, y sin ella nada podemos. 

¿Quién cumplirá, pues, mejor su modesta misión aquí abajo? No siempre será el de mejores dotes, sino aquel que se haga más flexible en manos de Dios, es decir: el más humilde, el más obediente. Por medio de un instrumento dócil, aunque sea de mediano valor, o aun insignificante, Dios hará maravillas. 

«Creedme -decía San Francisco de Sales-, Dios es un gran obrero: con pobres instrumentos sabe hacer obras excelentes. Elige ordinariamente las cosas débiles para confundir las fuertes, la ignorancia para confundir la ciencia, y lo que no es, para confundir a lo que aparenta ser algo. ¿Qué no ha hecho con una vara de Moisés, con una mandíbula de un asno en manos de Sansón? 

¿Con qué venció a Holofernes, sino por mano de una mujer?» Y en nuestros días, ¿no ha realizado prodigios de conversión por medio del Santo Cura de Ars? Este hombre mucho distaba de ser un genio, pero era profundamente humilde. Cerca de él había multitud de otros más sabios, y con más dotes naturales; pero, como no estaban de manera tan absoluta en manos de Dios, no han podido igualar a ese modesto obrero.

¿Quién hará servir mejor los dones naturales a su santificación? Tampoco será siempre el mejor dotado, sino el más esclarecido por la fe, el más humilde y el más obediente. ¿No se han visto con frecuencia hombres enriquecidos en todo género de dones, dilapidar la vida presente y comprometer su eternidad; mientras que otros con menos talento y cultura, se muestran infinitamente más sabios, porque vuelven por completo a Dios y no viven sino para El? 

Cierta religiosa deploraba un día en presencia de Nuestro Señor lo que. ella llamaba su «nulidad», y sufría más que de costumbre al sentirse tan inútil, cuando la vino este pensamiento: «puedo sufrir, puedo amar, y para estas dos cosas no necesito ni talento ni salud. ¡Dios mío, qué bueno sois! ¡Aun siendo la nada que soy, puedo glorificaros, puedo salvaros muchas almas».

 «¡Qué!, preguntaba el bienaventurado Egidio a San Buenaventura, ¿no puede un ignorante amar a Dios tanto como el más sabio doctor? Sí, hermano mío, y hasta una pobre viejecita sin ciencia puede amar a Dios tanto, y aun más que un Maestro en Teología.» Y el Santo Hermano transportado de gozo, corre a la huerta y comienza a gritar: «Venid, hombres simples y sin letras, venid, mujercillas pobres e ignorantes, venid a amar a Nuestro Señor, pues podéis amarle tanto y aun más que Fray Buenaventura y los más hábiles teólogos.»

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Jesús y Nuestra Salud y la Enfermedad es un Don.


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«La enfermedad como la salud es un don de Dios. 

Nos lo envía para probar nuestra virtud o corregirnos de nuestros defectos, para mostrarnos nuestra debilidad o para desengañarnos acerca de nuestro propio juicio, para desprendernos del amor a las cosas de la tierra y de los placeres sensuales, para amortiguar el ardor impetuoso y disminuir las fuerzas de la carne, nuestro mayor enemigo; para recordarnos que estamos aquí abajo en un lugar de destierro y que el cielo es nuestra verdadera patria; 
para procurarnos, en fin, todas las ventajas que se consiguen con esta prueba, cuando se acepta con gratitud como un favor especial.» 


La salud se recomienda suficientemente por sí misma, sin que sea necesario afirmar que favorece la oración, las piadosas lecturas, la ocupación no interrumpida con Dios, que facilita el trabajo manual e intelectual, que hace menos penoso el cumplimiento de nuestros deberes diarios. 
Es un precioso beneficio del cielo del que nunca se hace caso sino después
 de haberlo perdido.

 En tanto que se la posee, no siempre se pensará en agradecerla a Dios que nos la concede; se experimentará quizá más dificultad en someter el cuerpo al espíritu, en no derramarse demasiado en los cuidados de la vida presente, en vivir tan sólo para la eternidad que no parece cercana.

Bien santificada es, en efecto, «uno de los tiempos más preciosos de la vida, y con frecuencia, en un día de enfermedad soportada cual conviene, avanzaremos más en la virtud, pagaremos más deudas a la justicia divina por nuestros pecados pasados, atesoraremos más, nos haremos más agradables a Dios, le procuraremos más gloria que en una semana o en un mes de salud. Mas si el tiempo de enfermedad es tiempo precioso para nuestra salvación, son muy pocos los que lo emplean útilmente, los que hacen producir a sus enfermedades el valor que merecen». 

«Por mi parte -dice San Alfonso, llamo al tiempo de enfermedades la piedra de toque de los espíritus; pues entonces es cuando se descubre lo que vale la virtud del alma. Si soporta esta prueba sin inquietud, sin deseos, obedeciendo a los médicos y a sus Superiores, si se mantiene tranquila, resignada en la voluntad de Dios, es señal de que hay en ella un gran fondo de virtud. 

Mas, ¿qué pensar de un enfermo que se queja de los pocos cuidados que de los otros recibe, de sus sufrimientos que encuentra insoportables, de la ineficacia de los remedios, de la ignorancia del médico y que llega a veces hasta murmurar contra Dios mismo, como si le tratase con demasiada dureza?»

¿Seremos del número de los sabios, que no abundan, que no se preocupan ni de la salud ni de la enfermedad, y que saben sacar de ambas todo el provecho posible? O bien, ¿no llegaremos a convertir la salud en un escollo y la enfermedad en causa de ruina? Nada podemos asegurar, pues sólo Dios lo sabe. Por lo pronto, nada hay mejor que establecerse en una santa indiferencia y entregarnos al beneplácito divino, sea cual fuere. Es la condición necesaria, para mantenernos siempre dispuestos a recibir con amor y confianza lo que la Providencia tuviera a bien enviarnos, la plenitud de las fuerzas, la debilidad, la enfermedad o los achaques.

Sin embargo, el abandono no quita sino la preocupación; no dispensa en manera alguna de las leyes de la prudencia, ni siquiera excluye un deseo moderado. Nuestra salud puede ser más o menos necesaria a los que nos rodean, de ella necesitamos para desempeñar nuestras obligaciones. «No es, pues, pecado sino virtud -dice San Alfonso tener de la misma un cuidado razonable, encaminado al mejor servicio de Dios.» 

Aquí se han de temer dos escollos: las muchas y las pocas precauciones. No tenemos derecho a comprometer inútilmente nuestra salud por excesos o culpables imprudencias. Mas, por el contrario, añade San Alfonso, «habrá pecado en cuidar de ella en demasía, visto sobre todo que bajo la influencia del amor propio se pasa fácilmente de lo necesario a lo superfluo». 

Este segundo escollo es mucho más de temer que el primero, por lo que San Bernardo se muestra enérgico contra los sobrado celosos discípulos de Epicuro e Hipócrates: Epicuro no piensa sino en la voluptuosidad; Hipócrates, en la salud; mi Maestro me predica el desprecio de la una y de la otra y me enseña a perder, si es necesario, la vida del cuerpo para salvar la del alma, y con esta palabra condena la prudencia de la carne que se deja llevar hacia la voluptuosidad, o que busca la salud más de lo necesario.

Santa Teresa compadece amablemente a las personas preocupadas con exceso de su salud, que pudiendo asistir al coro sin peligro de ponerse más enfermas, dejan de hacerlo «un día porque les duele la cabeza, otro porque les dolió, y dos o tres días más por temor de que les duela». La santa misma no evitó siempre este escollo, según lo declara en su Vida: 

«Que no nos matarán estos negros cuerpos que tan concertadamente se quieren llevar para desconcertar el alma; y el demonio ayuda mucho a hacerlos inhábiles. Cuando ve un poco de temor no quiere él más para hacernos entender que todo nos ha de matar y quitar la salud; hasta en tener lágrimas nos hace temer de cegar. He pasado por esto y por eso lo sé; y yo no sé qué mejor vista o salud podemos desear que perderla por tal causa. 

Como soy tan enferma, hasta que me determiné en no hacer caso del cuerpo ni de la salud, siempre estuve atada sin valer nada; y ahora tengo bien poco. Mas como quiso que entendiese este ardid del demonio, y como me ponía delante el perder la salud, decía yo: "poco va en que me muera... ¡Sí! ¡El descanso! ... No he menester descanso, sino cruz". Ansí otras cosas. 

Vi claro que en muy muchas, aunque yo de hecho soy harto enferma, que era tentación del demonio o flojedad mía, que después que no estoy tan mirada y regalada tengo mucha más salud».

Bien persuadidos de que la santidad es el fin y la salud un medio accesorio, opongamos a todos los artificios del enemigo la valiente respuesta de Gemma Galgani: «Primero el alma, después el cuerpo»; y no olvidemos este importante aviso de San Alfonso: «Temed que, tomando muy a pecho el cuidado de vuestra salud corporal, pongáis en peligro la salud de vuestra alma, o por lo menos la obra de vuestra santificación. Pensad que si los santos hubieran como vos cuidado tanto de su salud, jamás se hubieran santificado.»

Cuando la enfermedad, la debilidad, los achaques nos visiten, ¿nos será permitido exhalar quejas resignadas, formular deseos moderados y presentar súplicas sumisas? Seguramente que sí.

San Francisco de Sales consiente a su querido Teótimo repetir todas las lamentaciones de Job y de Jeremías, con tal que lo más alto del espíritu se conforme con el divino beneplácito. Sin embargo, se burla finamente de los que no cesan de quejarse, que no hallan suficientes personas a quienes referir por menudo sus dolores, cuyo mal es siempre incomparable, mientras que el de los otros no es nada. Jamás se le vio hacer personalmente el quejumbroso: decía sencillamente su mal sin abultarlo con excesivos lamentos, sin disminuirlo con engaños. Lo primero le parecía cobardía; lo segundo, doblez.

«No os prohíbo -dice San Alfonso descubrir vuestros sufrimientos cuando son graves. Mas poneros a gemir por un pequeño mal y querer que todos vengan a lamentarse a vuestro alrededor, lo tengo por debilidad... Cuando los males nos afligen con vehemencia, no es falta pedir a Dios nos libre de ellos. Más perfecto es no quejarse de los dolores que se tienen, y lo mejor es no pedir ni la salud ni la enfermedad, sino abandonarnos a la voluntad de Dios, a fin de que El disponga de nosotros como le plazca. 

Si con todo necesitamos solicitar nuestra curación, sea por lo menos con resignación y bajo la condición de que la salud del cuerpo convenga a la del alma; de otra suerte, nuestra oración sería defectuosa y sin efectos, ya que el Señor no escucha las oraciones que no se hagan con resignación.»

«Paréceme -dice Santa Teresa- que es una grandísima imperfección quejarse sin cesar de pequeños males. No hablo de los males de importancia, como una fiebre violenta, por más que deseo que se soporten con paciencia y moderación, sino que me refiero a esas ligeras indisposiciones que se pueden sufrir sin dar molestias a nadie. En cuanto a los grandes males por sí mismos se compadecen y no pueden ocultarse por mucho tiempo. Sin embargo, cuando se trate de verdaderas enfermedades, deben declararse y sufrir que se nos asista con lo que fuere necesario»

En una palabra, los doctores y los santos admiten quejas moderadas y oraciones sumisas; tan sólo condenan el exceso y la falta de sumisión. Mas prefieren inclinarse, como San Francisco de Sales, «hacia donde hay señales más ciertas del divino beneplácito», y decir con San Alfonso: «Señor, no deseo ni curar, ni estar enfermo; quiero únicamente lo que Vos queréis». 

San Francisco de Sales permite a sus hijas pedir la curación a Nuestro Señor como a quien nos la puede conceder, pero con esta condición: si tal es su voluntad. Mas personalmente, jamás oraba para ser librado de la enfermedad; era demasiada gracia para él, decía; sufrir en su cuerpo a fin de que, como no hacía mucha penitencia voluntaria, siquiera hiciese alguna necesaria. Léese asimismo en el oficio de San Camilo de Lelis, que teniendo cinco enfermedades largas y penosas, las llamaba «las misericordias del Señor», y se guardó muy bien de pedir el ser librado de ellas.


Lejos de nosotros el pensamiento de condenar al que ruega para obtener la curación o alivio de sus males, con tal de que lo haga con sumisión. Nuestro Señor ha curado a los enfermos que se apiñaban en torno suyo; y con frecuencia recompensa con milagros a los que afluyen a Lourdes. A no dudarlo, hay en ello una magnífica demostración de fe y confianza gloriosa en Dios, impresionante para el pueblo cristiano. 

Mas he aquí otro enfermo despegado de sí mismo, tan unido a la voluntad divina y tan dispuesto a todo cuanto Dios quiera enviarle, que se limita a manifestar a su Padre celestial su rendimiento y su confianza, y sea cual fuere la voluntad divina, la abraza con magnanimidad y se contenta con cumplir santamente con su deber. Este enfermo generoso, ¿no muestra tanto como los otros, y aún más, su fe, confianza, amor, sumisión y humilde abnegación? Cada cual puede pensar y tener sus preferencias y seguir su atractivo, pero en cuanto a nosotros, ninguna opinión nos agrada tanto como la de San Francisco de Sales y de San Alfonso.

«Cuando se os ofrezca algún mal -decía el piadoso Obispo de Ginebra-, oponedle los remedios que fueren posibles y según Dios (que los religiosos que viven bajo un Superior reciban el tratamiento que se les ofreciere, con sencillez y sumisión): pues obrar de otra manera seria tentar a la divina Majestad. Pero también, hecho esto, esperad con entera resignación el efecto que Dios quiera otorgar. 

Si es de su agrado que los remedios venzan al mal, se lo agradeceréis con humildad, y si le place que el mal supere a los remedios, bendecidle con paciencia. Porque es preciso aceptar no solamente el estar enfermos, sino también el estar de la clase de enfermedad que Dios quiera, no haciendo elección o repulsa alguna de cualquier mal o aflicción que sea, por abyecta o deshonrosa que nos pueda parecer; por el mal y la aflicción sin abyección, con frecuencia hinchan el corazón en vez de humillarle. 

Mas cuando se padece un mal sin honor, o el deshonor mismo, el envilecimiento y la abyección son nuestro mal, ¡qué ocasiones de ejercitar la paciencia, la humildad, la modestia y la dulzura de espíritu y de corazón! » Santa Teresa del Niño Jesús «tenía por principio, que es preciso agotar todas las fuerzas antes de quejarse. ¡Cuántas veces se dirigía a maitines con vértigos o violentos dolores de cabeza! Aún puedo andar, se decía, por tanto debo cumplir mi deber, y merced a esta energía, realizaba sencillamente actos heroicos». 


«Obedeced, tomad las medicinas, alimentos y otros remedios por amor de Dios, acordándonos de la hiel que El tomó por nuestro amor. Desead curar para servirle, no rehuséis estar enfermo para obedecerle, disponeos a morir, si así le place, para alabarle y gozar de El. 

Mirad con frecuencia con vuestra vista interior a Jesucristo crucificado, desnudo y, en fin, abrumado de disgustos, de tristezas y de trabajos, y considerad que todos nuestros sufrimientos, ni en calidad ni en cantidad, son en modo alguno comparables a los suyos, y que jamás vos podréis sufrir cosa alguna por El, al precio que El ha sufrido por vos.»

Así hacía la venerable María Magdalena Postel. Un asma violenta, durante treinta años por lo menos, habíase unido a ella cual compañera inseparable, y ella la había acogido como a un amigo y a un bienhechor. Estaba a veces pálida, tan sofocada que parecía a punto de expirar. « Gracias, Dios mío -decía entonces-, que se haga vuestra voluntad. ¡Más, Señor, más! » Un día que se le compadecía, exclamó: « ¡Oh!, no es nada. Mucho más ha sufrido el Salvador por nosotros.» Comenzó después a cantar como si fuera una joven de quince anos: «¿Cuándo te veré, oh bella patria?»



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lunes, 30 de julio de 2012

Riquezas y Pobreza

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«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». 
Y San Francisco de Sales añade: «Desdichados, pues, los ricos de espíritu, porque a ellos pertenece la miseria del infierno. Rico de espíritu es aquel que tiene las riquezas en su espíritu o su espíritu en las riquezas. 

Pobre de espíritu es aquel que no tiene ningún género de riquezas en su espíritu, ni su espíritu en las riquezas. Los halcones hacen su nido como una pelota, y no dejan sino una pequeña abertura en su parte superior; los construyen a la orilla del mar, y además los hacen tan firmes e impenetrables que aun pasándoles las olas por encima, jamás el agua ha podido penetrar en ellos, mas sobrenadando siempre permanecen en el mar, sobre el mar y dueños del mar. 

Así debe ser, amada Filotea, vuestro corazón, abierto solamente hacia el cielo, impenetrable a las riquezas y a las cosas caducas; si las poseéis, conservad vuestro corazón libre de afición a ellas; que se mantenga siempre en alto y que en medio de las riquezas permanezca sin riqueza y dueño de las riquezas. No, no coloquéis este espíritu celestial en los bienes terrestres, haced que les supere, que esté sobre ellos, y no en ellos.» Así queda descrita la pobreza afectiva, la cual ofrece una variedad de grados desde la simple resignación en la miseria o desapego en la posesión, hasta el amor apasionado de San Francisco de Asís, por su Señora la Pobreza.

Cuando esta pobreza alcanza una elevada perfección es la bienaventuranza alabada por nuestro Señor. La pobreza afectiva es necesario pedirla de una manera absoluta y procurarla con asiduidad en la fortuna y en la miseria, por ser el fin que hemos de proponernos alcanzar, ya que según la observación de San Bernardo, «no es la pobreza reputada por virtud, sino el amor de la pobreza». Las riquezas, por el contrario, lo mismo que la pobreza afectiva, son uno de los principales objetos del Santo Abandono.

Sin un mínimo de bienes temporales una familia no podría conservarse, atender a sus buenas obras y proveer moderadamente el porvenir. Si lo temporal marcha bien, el espíritu se hallará menos abrumado de cuidados, más libre para entregarse todo a lo espiritual. Como Dios nos ha constituido sus administradores y los dispensadores de esos bienes, con ellos podrá hacerse un fructuoso apostolado, puesto que al aliviar los cuerpos se tiene ocasión de ganar las almas para Dios, a la vez que se siente el placer de hacer dichoso a otros, porque «es mucho más agradable dar que recibir». 

Tiene, pues, razón San Francisco de Sales al decir en este sentido: «que ser rico de hecho y pobre de afecto es la gran dicha del cristiano, pues por este medio se obtienen las comodidades de las riquezas para este mundo y el mérito de la pobreza para el otro».

Mas, según San Buenaventura, «la abundancia de los bienes temporales es una especie de liga, que se adhiere al alma y la impide volar a Dios». Por consiguiente, pone al religioso en peligro de derramarse más de lo conveniente en las cosas de la tierra, de apegar a ella su corazón, de sacrificar más o menos la austeridad de su vida, de ir en busca de comodidades y de entibiarse así en el amor de Dios. 

Al seglar le expone a tentaciones más temibles, puesto que el dinero es la llave de una vida mundana y disipada. Con las riquezas entran fácilmente la estima de si, el deseo de ser honrado, el orgullo y la ambición; en una palabra, «puesto que el amor de las riquezas es la raíz de todos los males», difícilmente entrará el rico en el reino de los cielos, al menos si sólo es rico para sí mismo y no según Dios, y con mayor razón, si a diario celebra opíparos festines, mientras que a su puerta sufre Lázaro la necesidad.

Por otra parte, la miseria, pesando sobre el espíritu con sus cuidados y preocupaciones, apenas deja libertad para entregarse a Dios sólo, pues expone a las almas todavía débiles al desaliento, a la murmuración, a la insubordinación; y si es persistente y demasiado dura, hace la existencia, por decirlo así, imposible.

Entre la fortuna y la miseria hállase un grado intermedio, que el Apóstol mira como una riqueza: es la piedad con lo necesario para vivir, o bien con esa moderación de espíritu que se contenta con el alimento y el vestido. 

Hablábase a San Francisco de Sales de la pobreza de su Obispado: «Después de todo -respondió-, teniendo honestamente con qué alimentarnos y vestirnos, ¿no hemos de estar contentos? Lo demás no es sino trabajo, cuidados, superfluidad... Mis rentas bastan a mis necesidades, y lo que sobre esto hubiera, sería superfluo. Los que tienen más, no lo tienen sino para llevar mayor ostentación; no es para ellos, sino para servidores que comen, por lo regular sin hacer nada, los bienes del Obispado.

 Quien menos tiene, menos cuenta tendrá que dar y menos cuidados de pensar a quién es preciso dar, ya que el Rey de la gloria quiere ser servido y honrado con equidad. Los que disfrutan de grandes rentas gastan a veces tanto, que al fin del año no han conservado más que yo, si es que no se han cargado de deudas. Yo hago consistir la principal riqueza en no deber nada.» Y de otra parte, «mi Arzobispado me vale tanto como el Arzobispado de Toledo, porque me vale el paraíso o el infierno».

El mismo Santo también decía: «Hemos de vivir en este mundo como si tuviéramos el espíritu en el cielo y el cuerpo en la tumba. La verdadera felicidad de aquí abajo está en contentarse con lo suficiente. ¿Quién no amará la pobreza tan amada de Nuestro Señor y de la que ha hecho la fiel compañera de toda su vida? 

Para aprender a contentarse con poco, no hay sino considerar a los que son más pobres que nosotros, porque nosotros no somos pobres, sino relativamente. Si nos contentamos con lo necesario, rara vez seremos pobres, y si queremos todo lo que la pasión exige, nunca seremos ricos. El secreto de enriquecernos en poco tiempo y con poco gasto, consiste en moderar nuestros deseos, imitando a los escultores que hacen sus obras por sustracción y no a los pintores, que las hacen por adición.»

Es preciso, pues, ejercitarse en el santo abandono, porque de una parte, para evitar la miseria y llegar a la fortuna, no bastarán el trabajo, el espíritu de orden y economía, ni la misma virtud. Dios continúa Dueño de sus bienes, los da o los rehúsa según le place. Por otra parte, ¿sabríamos nosotros santificar la miseria, o hacer buen uso de las riquezas? No lo sabemos; sólo Dios pudiera decirlo. Lo mejor será, pues, ponernos en sus manos, rezando la plegaria del Sabio: «Señor, no me deis ni la extrema pobreza ni la riqueza; concededme solamente lo que es necesario para vivir, no sea que en mi hartura me exponga a desconoceros y decir:

¿Quién es el Señor?, o que la necesidad me arrastre a cometer injusticias».
Que Dios nos conceda las riquezas, la medianía o la miseria, habrá siempre una mezcla de su beneplácito y de su voluntad significada, y, por consiguiente, nosotros habremos de unir la obediencia al abandono.

Si El nos ha distribuido con largueza sus bienes, nos es necesario guardar «el precepto del Apóstol a los ricos de este mundo, es decir, evitar el engreírnos en nuestros pensamientos, y poner nuestra confianza en nuestras inciertas riquezas, hacer limosna con alegría, gustar de hacer a otros partícipes de nuestros bienes, acumular tesoros de santas obras, y de esta manera establecer un sólido fundamento para el porvenir, a fin de llegar a la vida eterna». 

Esforcémonos entre tanto, según el consejo de San Francisco de Sales, «por armonizar en nuestros afecto la riqueza y la pobreza, teniendo a la vez un gran cuidado y un desprecio de las cosas temporales», cuidado mayor aún que el de los mundanos por sus bienes, porque ellos no trabajan sino por sus intereses y nosotros para Dios; cuidado dulce, pacífico y tranquilo, como el sentimiento del deber de donde procede.

 «Dios quiere en efecto que obremos así por su amor.» Juntemos a esto el desprecio de las riquezas, «a fin de impedir que aquel cuidado se convierta en avaricia»; vigilemos para no desear con inquietud los bienes que aún no poseemos y para no aficionarnos a los que ya poseemos, hasta el punto de temer vivamente perderlos; y si nos acontece llegar a perderlos, no apenarnos con exceso: 

«Pues nada manifiesta tanto el afecto a la cosa perdida como el afligirse cuando se pierde.» «Cuando se presentaren inconvenientes que nos empobrezcan en poco o en mucho, como sucede en las tempestades, los incendios, las inundaciones, la sequía, los robos, los procesos, entonces es la verdadera ocasión de practicar la pobreza, recibiendo con dulzura esta disminución de los bienes y acomodándonos paciente y constantemente a este empobrecimiento. Por muy rico que sea uno, ocurre con frecuencia padecer necesidad de alguna cosa. 

Aprovechad, Filotea, estas ocasiones, aceptadlas con ánimo varonil, sufridlas alegremente.» «Si, pues, os veis privados de remedios en vuestras enfermedades o de fuego durante el invierno, o también de alimento o de vestido, decid: Dios mío, Vos me bastáis, y conservaos en paz.»

«Si realmente sois pobre, muy amada Filotea, sedlo además de espíritu, haced de la necesidad virtud, y emplead esta piedra preciosa de la pobreza para lo que vale. Su brillo no se descubre en este mundo, a pesar de estar tan a la vista y de ser tan bello y rico. Tened paciencia, que estáis en buena compañía: 

Nuestro Señor, Nuestra Señora, los Apóstoles, tantos santos y santas han sido pobres. y pudiendo ser ricos han despreciado el serlo... Abrazad, pues, la pobreza como la dulce amiga de Jesucristo, pues El nació, vivió y murió en la pobreza que fue la nodriza de toda su vida.»

La venerable María Magdalena Postel, reducida a refugiarse en un establo con su pequeña Comunidad, rebosaba de gozo y decía: «Sí, hijas mías, estoy contenta, porque ahora nos parecemos más a Nuestro Señor, que en su Nacimiento no fue recibido ni en un palacio real, ni en palacio suntuoso, sino en el pesebre de Belén.» Y algún tiempo después añadía: «Temo las riquezas para las Comunidades. 

No deseemos sino lo estrictamente necesario, y aun esto es preciso ganarlo con el trabajo de nuestras manos. Trabajad como si os propusierais llegar a ser ricos; mas desead y pedid permanecer siempre pobres. La pobreza y la humildad deben ser la base da la Congregación que Dios me ha llamado a fundar, y el día en que se pierda el espíritu de pobreza, aquélla perecerá.»

San José es un admirable modelo de abandono a la Providencia en la necesidad. «Dios quiere que sea siempre pobre, lo que constituye una de las más fuertes pruebas que nos pueden sobrevenir. El se somete amorosamente y durante toda su vida. Su pobreza fue una pobreza despreciada, abandonada y menesterosa. 

La pobreza voluntaria de que los religiosos hacen profesión es muy amable, tanto más cuanto que no impide que reciban lo necesario, privándoles únicamente de lo superfluo. Mas la pobreza de San José, de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen no era de tal naturaleza, pues aunque era voluntaria, en cuanto a que la amaban con cariño, no dejaba, sin embargo, de ser abyecta, abandonada, despreciada. 

Todos consideraban a este gran Santo como a un pobre carpintero, quien sin duda no podía trabajar tanto que no le faltasen muchas cosas necesarias por más que se esforzaba cuanto le era posible, con un afecto que no tiene igual, por el mantenimiento de su familia. Después de esto, sometíase humildemente a la voluntad de Dios, para continuar en su pobreza y abyección, sin dejarse en manera alguna vencer ni abatir por el disgusto interior, que seguramente había de hacer tentativas para turbarle.»

Para imitar estos grandes ejemplos «no os lamentéis, pues, amada Filotea, de vuestra pobreza; porque no se queja uno sino de lo que le desagrada; y si la pobreza os desagrada, ya no sois pobre de espíritu, sino rica de afecto. No os desconsoléis por no ser tan socorrida como sería conveniente, porque querer ser pobre y no sufrir por ello incomodidad, es querer el honor de la pobreza y la comodidad de las riquezas».



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jueves, 26 de julio de 2012

"No os preocupe el mañana: mañana cuidará de sí mismo.



"Cada día tiene bastante con su propio mal." 

(Mt. 6, 34)

No pensamos en la preocupación como una 
"resaca espiritual”, pero lo es. 

La preocupación es el resultado de una falta de confianza 
en el cuidado y la providencia de Dios. 

Algunas almas están en un estado de preocupación perpetua. Viven en una clase de frustración que nunca es aliviada.

Hay oscuridad en mañana y el momento presente es vivido en la sombra de ayer. 

Sus vidas enteras se agotan entre el crepúsculo y la media noche; porque nunca ven el alba de nuevos horizontes o el sol luminoso del amor y la providencia de Dios.

 Este "estado" de preocupación es sobre el que Jesús nos advirtió.
Cuando pensamos en alguien que tiene una "resaca", nuestras mentes describen inmediatamente a alguien que está pagando cara su excesiva permisividad con el alcohol.

La pena por este exceso es: dolor de cabeza, dolor de estómago y un sentimiento general de miseria. El cuerpo ha dado una advertencia al individuo — una experiencia corporal de un problema emocional. La falta de autodominio del alma ha influido tanto en las funciones corporales que la muerte parece inminente.

Cualquier forma de exceso hace aparecer en el cuerpo señales de destrucción. Fumar demasiado produce cáncer pulmonar.

la lujuria produce enfermedades venéreas, el exceso en la comida debilita el corazón, la bebida causa cirrosis hepática, las drogas producen enfermedades mentales y emocionales. Son tan importantes que son visibles y claras.

Esto es una bendición porque tanto la causa como el efecto pueden ser usados por el alma. El exceso puede ser controlado por una vida virtuosa y los efectos de enfermedad pueden curarse con ayuda médica. 

El alma se da cuenta de sus debilidades y falta de autodominio por la ruptura de las funciones corporales. La auto-conservación y el egoísmo permiten al alma practicar el autodominio que ni Dios ni el prójimo habían logrado para ella.

De este modo, existe un tipo de "válvula de seguridad” para algunas debilidades. Cuando nuestras debilidades afectan a la salud y a la amistad, somos mucho más conscientes de su existencia.

Esto no siempre es verdad con otras debilidades. Quizás esto es así porque creemos que no siempre estamos tratando con faltas, debilidades o inclinaciones sino más bien con la influencia que la gente y los hechos tienen sobre nosotros. 

Culpando de nuestras reacciones a las personas o a las circunstancias, hacemos que cualquier actitud anticristiana que adoptemos parezca justificada. Es en este estado de justificación de la mente cuando alimentamos y nutrimos nuestros resentimientos, cólera, odio, pesar y culpa.

Todo parece tan correcto que nunca conseguimos desembarazarnos del fango del mal. Nuestras mentes, como discos rallados, repiten, refunden y reviven las heridas, los momentos de enfado y las desilusiones. 

Si esta actitud continúa durante días y los días se convierten en años, podemos estar seguros de que estamos consintiendo una mala actitud. 

El lujo de albergar un resentimiento nos ha costado caro, porque experimentamos una “resaca espiritual”. Estamos permitiendo algo que perturba nuestras almas, por la resaca, durante meses o años y nos destruye.

Es esta autocomplacencia la causa de nuestras resacas espirituales. Un alma que deliberadamente se refugia en malos sentimientos experimentará pronto una "resaca". San Pablo dijo a los Gálatas, que el odio, discordias, envidia, celos, mal genio y riñas estaban clasificados como los mismos vicios. 

Aquéllos que encuentran placer en estas tendencias y continúan alimentándolas en sus almas, vivirán con una “resaca” perpetua.

Sin embargo, hay otros tipos de “resacas”. Éstas son diferentes de las anteriores; son el efecto de las imperfecciones, los estallidos súbitos, los actos de impaciencia y palabras indiscretas.

 Tras permitir estas faltas, un alma ferviente, mira atrás, hace un acto de arrepentimiento y amor y sigue adelante como si nada hubiese pasado. Sin embargo, el alma que tiende a permitir la autocompasión, mira atrás, se arrepiente; pero no olvida lo ocurrido.

El remordimiento y el pesar comienzan a roer al alma. 

El desaliento y la tristeza toman posesión de este templo de Dios y, aunque el Espíritu no ha dejado el alma porque no se ha cometido un pecado grave.

El trabajo del Espíritu se frena por esta “resaca espiritual”. El Espíritu espera hasta que el alma olvida sus sentimientos y puede volver a escucharle.

Jesús sabía que necesitamos librarnos de estos efectos a largo plazo. Parecía estar más interesado en el efecto que las personas y las cosas tienen sobre nuestras almas, que en la justicia o injusticia de las situaciones.

 Es por lo que dijo, "en cuanto a la aprobación humana, esto no significa nada para mí". (Jn. 5. 41)

Es por lo que nos dijo que nos alegráramos cuando fuéramos perseguimos e insultados por Su causa (Mt. 5, 11-12) y que temiéramos cuando "los hombres pensaran bien de nosotros." (Lc 6, 26).

¿Cuál es nuestra situación actual que actúa en nosotros en lugar de para nosotros? 

¿Es el vecino en quien no confiamos, el pariente con un carácter difícil, el trabajo más allá de nuestra fuerza empujándonos hacia abajo o levantándonos a elevadas alturas? 

¿Nuestras emociones nos controlan o las controlamos? 
¿Es nuestro presente el cielo o el infierno?

Dios permite el momento presente y Él está en este momento de dificultades. 

Debemos asegurarnos de no permitir que este momento sea tierra abonada para largos enfados, resentimientos, pesares y culpa. 

Éstas son las "resacas espirituales” por consentir nuestras debilidades, nuestra falta de amor, 
nuestra mezquindad y nuestro orgullo.

Debemos ver lo que Jesús nos dijo que hiciéramos y así no emborracharnos con ellas y no sufrir el daño incalculable de "resacas espirituales” de amargura y resentimiento. 

Veamos lo que Jesús nos dijo que hiciéramos para evitar el desenfreno presente y sufrir una "resaca espiritual”.

"No se ponga el sol sobre vuestro enfado ni deis 
ocasión al diablo” (Ef. 4, 27).

No pensamos a menudo en que damos “ocasión” al enemigo solo por un enfado, pero el pasaje de la escritura no nos dice que un arranque momentáneo de cólera sea la "ocasión”. No, es permitiendo que el enfado se asiente en nuestro corazón, memoria y mente hasta y después de la puesta del sol, cuando permitimos al enemigo tener una “ocasión”.

Cuando el enfado "permanece” durante horas, días, meses y años, podemos estar seguros que le hemos dado una ocasión al enemigo. 

La razón de esta ocasión es que sentimos que nuestro enfado está justificado y que tenemos derecho de expresarnos de un modo airado.

Esto puede o no puede ser verdad, pero una cosa es cierta, el continuo embrollo sobre el incidente, el adorno de cada detalle y el sentimiento de fariseísmo, afectan al alma y hace de ella una nave de resentimiento aborrecible.

¿Cuál es la chispa que prende este fuego en el alma? 

¿Estamos tratando de justificar nuestro enfado? 

¿Nos deleitamos en sentirnos superiores? 

¿Qué hace a nuestras almas vivir y revivir el pasado? 

¿Qué nos mantiene en este estado de perpetua agitación?

 ¿No es una falta de perdón en nuestros corazones — perdón a otros y a nosotros mismos?

Escogemos, diseccionamos, analizamos y escrutamos cada ofensa para justificar nuestra cólera y hacemos del ofensor un alma irredimible. 

Sea la ofensa real o imaginaria, consecuencia de otros hechos o por el temperamento hipersensible del otro, el remedio es el mismo — perdonar — y dejar al ofensor, al ofendido y la situación en el Corazón de Jesús.

San Pablo comprendió la importancia de esto cuando dijo a los Colosenses, "... soportándoos unos a otros, y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros.”(Col 3, 13) 

Estamos para ver en cada ocasión la oportunidad de imitar a Diospara manifestar misericordia y compasión

Sin embargo, la imitación de Dios está a menudo lejos de nuestras mentes. Exigimos la restitución, disculpas, reparación y justicia. Esto no es lo peor.

Continuamos atormentando nuestras almas, reviviendo situaciones tensas y proyectando situaciones similares en el futuro. 

Creamos en nuestra alma un estado de constante perturbación. Cada faceta de la vida diaria se ve a través de la niebla de esta "resaca espiritual”. 

Tenemos visión doble porque sólo vemos el momento
 presente de un modo desproporcionado sin luz 
para discernir la Voluntad de Dios.

El requerimiento más pequeño de sacrificio se convierte en intolerable, de la misma manera que el ruido más leve resuena en la cabeza de un borracho. 

La incapacidad para permitir una desilusión, una herida, una ofensa o un insulto, corroe al alma hasta desorientarla y desconcertarla. El luminoso y brillante “momento presente" queda anulado por la niebla de ayer y la oscuridad de mañana.

Jesús quiere que le confiemos el cuidado de todos 
nuestros ayeres y mañanas. 

Busca almas que están deseosas de ver al Padre en cada acontecimiento y que dejen que Él lo resuelva, justifique, corrija o enderece. 

No es fácil, pero es tranquilizador porque estaremos dando buenos frutos. Dios está dando frutos dentro de nosotros y nosotros habremos dado testimonio a nuestro prójimo de 
que Jesús vive en nosotros.

Cuando reaccionamos frente al enfado del otro con amabilidad, hemos mirado el defecto de esa persona con compasión, comprendiéndola, y no juzgando.

 El que comete una falta está hambriento de algo — hambriento de la palabra y el poder de Dios para cambiarlo. Ser manso en ese momento es dar a esa alma el alimento de Jesús 

— es manifestar a Jesús y alimentar esa alma con comida espiritual. El poder del ejemplo hace cambiar y produce frutos en otros. Les da una visión de los atributos de Dios — una muestra de las cosas buenas por venir.

"No os preocupe el mañana: mañana cuidará de sí mismo. 
Cada día tiene bastante con su propio mal." (Mt. 6, 34)

No pensamos en la preocupación como una "resaca espiritual”, pero lo es. 
La preocupación es el resultado de una falta de confianza 
en el cuidado y la providencia de Dios.

Algunas almas están en un estado de preocupación perpetua. Viven en una clase de frustración que nunca es aliviada.

Hay oscuridad en mañana y el momento presente es vivido en la sombra de ayer. Sus vidas enteras se agotan entre el crepúsculo y la media noche; porque nunca ven el alba de nuevos horizontes o el sol luminoso del amor y la providencia de Dios. Este "estado" de preocupación es sobre el que Jesús nos advirtió.

El momento actual contiene a Dios para darnos paz, sufrimientos que fortalecen el valor, demandas que nos hacen virtuosos y la alegría de evitar malas situaciones. 

Nuestra confianza en Dios debe alcanzar
 fases heroicas si estamos para ser santos.

El heroísmo es la fidelidad constante a nuestro estado en la vida. Buscar a Jesús en dónde estamos y en lo que está pasando, es esforzarse por la santidad. 

Nos convertimos, a través de la Gracia, en lo que Jesús 
es por naturaleza, en hijos de Dios. 

Somos fieles porque Él siempre está en medio de todo. Él sólo espera para preguntarnos si puede darse a nosotros. Él desea que lo hagamos nuestro, para ejercer nuestros talentos, para verlo en todo y en todos.

Él no está disgustado con nuestros planes para mañana o porque utilizamos los errores de ayer en beneficio nuestro. 

Sin embargo, nos privamos de la gracia y de la gloria de Dios cuando vivimos en el miedo al mañana. Este bendito conocimiento de Su presencia y la comprensión del poder de Su gracia, nos permitirá vivir para hoy, sin el miedo al futuro o la atadura del pasado. 

Su amor y cuidado de nosotros son más profundos que el océano y mayores que el universo. Él cuenta los cabellos que caen de nuestra cabeza. Él mide la duración de nuestra vida. 

Su amor por los pobres pecadores le llevó a tomar sobre Él la humillación de nuestra naturaleza humana.

Un Dios que hace tanto por un pecador tendrá cuidado ciertamente de cada mañana.

"¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas 
en vuestro corazón?" (Lc 24, 38)

¿Hay alguien que no se pusiera del lado de los Apóstoles después de la resurrección? 

Habían visto sus esperanzas aparentemente tiradas por tierra. Aquel a quien amaron y en cuyo poder creyeron, había sucumbido de repente a la debilidad. 

¿Dónde iban a ir?

¿Qué iban a hacer? 

Sí, ellos le vieron curar a los ciegos y resucitar a los muertos. Vieron Su poder; pero ¿cómo puede ser posible, para un hombre muerto, resucitarse a sí mismo? Ellos le oyeron decir que resucitaría; pero ¿quién entendió tal misterio? El horror de los últimos días les dio ciertamente una excusa para la agitación, pero Jesús no pensaba así

les preguntaron "por qué" esta agitación — 

¿por qué cuestionaban Sus revelaciones?

Jesús no habría encontrado reparo en su compasión sobre Sus sufrimientos, su realización del horror de pecado o su arrepentimiento por el fracaso de apoyarlo en Su hora de necesidad. Pero estos no eran obviamente sus sentimientos.

Estaban enfadados — enfadados con los Fariseos, con la muchedumbre, con ellos y con Jesús.

No entendían por qué Él permitió que todo ocurriera. 

Dudaron de Su poder, Su amor y Su Divinidad. Estaban llenos de "resacas espirituales”. Cayeron en la cobardía, encontraban difícil de aceptar el reino espiritual que Él predicó.

 No oraron para no caer en la tentación. El efecto de este tipo de complacencia fue la ansiedad, el desasosiego y las dudas. El manto del miedo cayó sobre ellos y cuanto más intentaban quitárselo más aumentaba su tensión. 

La aparición de Jesús en medio de ellos sólo había agregado confusión, porque pensaron que Él era un fantasma. La pregunta que Jesús les hizo, les conmocionó tanto que no podían responder. Estaban convencidos de que tenían todas las razones para lamentarse, preocuparse y afligirse.

Él les había dado bastantes gracias y habían visto pruebas suficientes de Su Divinidad, como para no cuestionar el camino que Él escogió para redimir a la humanidad. 

Él esperó que confiaran en Su Sabiduría, para ver al Padre en cada acontecimiento, para amar la Voluntad del Padre más que ellos mismos, sus ideales y su propio bien.

Él vino para cumplir esa voluntad. Les dijo muchas veces que el cumplimiento de esa voluntad les haría formar parte de la familia de Dios. 

¿Por qué continuaron dudando? 
Quizás nosotros debemos hacernos la misma pregunta.

Si creemos en Su Amor, Su Redención, Su Resurrección, Su Espíritu y Su Providencia, 

¿por qué nos rebelamos, nos preguntamos y dudamos? 

¿Por qué vivimos en un estado de confusión y miedo? 

¿Por qué no permitimos a Dios tomar todas las ruinas de nuestro ayer, enterrarlas en Su Corazón y verlas resucitar para darnos alegría, mérito, paz y humildad?

Estemos contentos con el hecho de que Él saca el bien de todo porque nos ama. No permitamos poner la Cruz del ayer sobre el hoy, porque Jesús nos asegura, "Cada día tiene bastante con su mal." (Mt 6, 34)

Quizás la principal causa de todas nuestras "Escases espiritual” sea nuestra incapacidad para levantarnos inmediatamente después de una caída y nuestra tendencia a reaccionar ante las situaciones en lugar de responder.

 ¡Debemos empezar a ver el trabajo del Espíritu en nuestras vidas en lugar de ver los instrumentos que Él usa para transformarnos! 

En cada momento, en la vida de cada día, el Espíritu usa, permite, ordena, coloca y reestructura las circunstancias, las personas, el trabajo y cada faceta de nuestras vidas para purificarnos y santificarnos. 

Si necesitamos paciencia, se presentarán situaciones
 para la impaciencia.

Si tenemos temperamento, Él nos dará muchas oportunidades de ser manso. En todo podemos decir "Es el Señor." Cuando caemos, es Él quién inspira el arrepentimiento profundo en nuestras almas. 

Debemos ver Su Presencia en nuestro arrepentimiento, reconciliarnos con Dios y entonces seguir viviendo en ese Inmenso Amor.

Viendo la mano de Dios actuando por el bien de nuestras almas en el momento presente, responderemos a este momento con amor y humildad. 

Podremos controlar nuestras reacciones emocionales y prevenir muchas "resacas espirituales”. Cuando caigamos, levantémonos inmediatamente, convirtamos la situación en un bien espiritual para nosotros, arrepintámonos con amor y sigamos adelante con confianza en Su Misericordia y Bondad. 

Recordemos que si vemos al Espíritu trabajando en nuestras almas en el momento presente, responderemos con amor; pero, si sólo nos miramos a nosotros, reaccionaremos con emociones incontroladas.

Remedios sugeridos para las Resacas Espirituales 


 Fíjese más en la acción del Espíritu en el momento presente.

Convierta en hábito el ver lo que el Espíritu está haciendo por usted en las situaciones de la vida.

Mírese objetivamente, reciba el auto-conocimiento con gratitud. Bendiga a aquéllos que hacen que se manifiesten sus defectos. Es realmente el Espíritu mostrándole áreas en su alma que no son como Jesús.

 Después de una caída, levántese arrepentido y siga con amor.

Ejercite la Fe, viendo al Espíritu que lo hace santo, la Esperanza, comprendiendo que Él sacará el bien de todo, y la Caridad, respondiendo con una unión de Voluntades —la de Él y la suya.

Intente comprender que la vida y todo lo que ocurre durante este corto espacio de tiempo, es permitido para transformarnos en la imagen de Jesús. 

Cada momento de ese tiempo nos da la oportunidad de cambiar, transformarnos y brillar luminosos.

La claridad de la luz que irradie de nosotros será determinada
 por nuestra respuesta al momento presente y 
nuestra unión de voluntades. 

Si Su Palabra vive en nosotros y nosotros
nos esforzamos en perseverar siguiendo 
esa Palabra, Su Espíritu santificará 
nuestros esfuerzos.

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